Mosquitia (Honduras), martes 29

Fiesta en la laguna. Damos de alta a treinta y cuatro niños. Cuando me marche serán doscientos veintiuno los ingresados. Fiesta en la noche.
Una enorme fogata con ramas de ocote para hacer las brasas. Pescado y un chancho sobre ellas. Agua de coco y ron regalo de Maurice. He aprendido mil nombres de personas que nos veían y que no se acercaban por respeto y por pena (vergüenza). Les hemos dicho nuestros nombres y los del nuevo equipo: Hainke y Michael. Médica y enfermero.
Han llegado con el ron y con la noche. Justo para la fiesta. Justo para la hora de los mosquitos. Justo para la hora de la luna. Justo para todo.
Hoy dormirán en nuestro zulo. Mañana recogeremos nuestras cosas. Lo dejarán como laboratorio y así tendrán más espacio para ellos.
He aprendido a tocar uno de sus tambores. Otra vez el fantasma de África. Otra vez la magia de su tierra, de su oler acre y terrible, de sus cuerpos perfectos y negros.
No puedo, no he podido en todo el día, separar mi cabeza de Ella.
He amanecido pensando en Ella, en sus ojos cálidos y tiernos, luego, en el desayuno, he hablado de Ella con Kavó. Creo que se lo debía. Cómo nos conocimos, mi enorme metedura de pata, mi sensación continua y constante de adiós, mi lucha por irme, por abandonar, por dejarme hacer, por no hacer caso al alma y que por una vez dominé mi cabeza.
Kavó no me ha dejado recoger el desayuno. Hoy ha sido un día especial como casi siempre que va a suceder algo: el comienzo de la época de lluvias, el cambio de luna, una buena pesca, una tormenta gris y brutal que golpee la laguna, el nacimiento de un niño, la pesca de algún tiburón despistado… la salida de un gringo blanco.
Me hubiera gustado compartir esta fiesta con Ella. Los tambores, la punta, el pescado frito, los niños correteando entre las brasas del ocote, nadar en la laguna, el silencio de la noche al acabar la música, la risa de Kavó y su tambor hecho con cabra y esparto.