Noches de Luna Negra – 25 de abril

Angola

Atardece sobre el pantano.

Vuelvo de Lubango, después de 11 días de combates y quirófano. Regreso al campo, cansado y con la espalda destrozada tras manejar durante 8 horas por caminos de laterita agujereada por las minas.

Hemos llegado en convoy, custodiados por dos tanques del FNLA y cascos azules paquistaníes. Los niños han salido corriendo a recibirnos mientras hacemos sonar las bocinas de los TT repletos de barro. El primero en llegar ha sido Ghia, me abraza, se me sube a los brazos, está cogiendo peso… Me achucha y me besa en la mejilla y mi barba le pincha, le agarro de la mano y coge mi petate que apenas puede sino arrastrarlo.

De nuestra tienda sale Patrick. Besa a Ane en los labios y le acaricia la mejilla.

Se acerca a mí, me abraza con fuerza:

—Te hemos echado en falta. “¿Cómo estás? ¿Cómo ha ido todo?

—Yo también a vosotros, como siempre, con ganas de dormir tres días seguidos, una ducha caliente y una cerveza fría.

—Tenemos una sorpresa para ti.

La sorpresa consiste en cuarenta y seis niños de Huambo, recién traídos por Luy. Famélicos, los ha rescatado de entre los escombros de Huambo. Salían en la oscuridad después de los combates a ver si podían pillar algo para comer o subsistir. Hacían hogueras entre los escombros. Así los localizaba Luy: por el resplandor.

Los ha metido en un camión “prestado” por los cascos azules y los ha traído a todos. Cuarenta y seis niños.

Llego a la base y entro en mi “cuarto”. Todo está ordenado; la ropa limpia y en su sitio, dos cartas, una de casa y otra de Juan Carlos desde Rwanda. Ane entra en la habitación, y me dice: “has estado genial Jon, ha sido un placer, a pesar de todo, trabajar contigo en esas circunstancias”. “Gracias Ane, por estar conmigo en Lubango. Anda, déjame, quiero estar solo un rato. Tengo carta de casa.”

Deshago mi petate: camisetas sudadas, pantalones de quirófano de mil colores, mi libreta recién empezada, mi fonendo granate, el neceser, la cinta de Pat Metheny, la foto de Ilay, la foto de mi mar en pequeño, las chapas de identificación en inglés…

Me desnudo y, con una toalla sujeta a la cintura, me voy a la ducha. Luy ha arreglado la instalación de agua caliente para nuestra llegada. El espejo se empaña, me suelto el pelo y me meto debajo del chorro cálido, estoy un buen rato bajo el agua. Me enjabono con jabón de coco, regalo de Luanda, me lavo el pelo, me quito todo lo que llevo encima: barro, locura, lástima, lágrimas, ruido de bombas, dolor, impotencia, sangre…

Me apoyo en la lona húmeda y enfrento una vez más mi cara al agua caliente, y no lloro, ya no lloro.

Salgo de la ducha y entro en mi cuarto: ropa limpia, un pantalón de algodón, una camiseta blanca de pico, unas zapatillas de lona y dejo mi pelo al aire.

Ghia entra en el cuarto. Me pide que le ate la zapatilla, me enseña el cuaderno donde dibuja con un lápiz súper mordido, me enseña su nombre mal escrito y me dice que le dibuje lo que he visto. Me sonrío, le siento en mis rodillas y le digo al oído que no puedo, que era muy feo, que no quiero dibujar cosas feas, que no quiero dibujar otra cosa que no sean lunas, estrellas, baobabs gigantes… y risas, muchas risas…. y me pregunta cómo se dibujan las risas, y me deja descolocado y le contesto que las risas son su cara, su mirada, su forma de dormir, su forma de malnadar en el pantano, su forma de malcolocarse la gorra.

Y me dice que me ha echado en falta, que se ha aburrido mucho por las tardes. Entra Patrick con una Cuca helada y una galleta de proteínas. Juega con la gorra de Ghia a colocársela al revés, y me dice que se ha portado bien, que ha ido a clase todos los días, que no se ha peleado demasiado y que se ha dejado sacar sangre como un valiente.

Se lo lleva a cenar. Entra Ane, recién duchada, oliendo a coco y a piel, se sienta a mi lado en el catre, retirando la toalla húmeda y me suelta a bocajarro:

—Me estoy enamorando de Patrick, y lo peor de todo es que él lo sabe.

No te suicides, Ane, no te suicides. Aprovecha, vive cada instante, pero no te suicides. En nuestra situación puede pasar cualquier cosa, incluso que esta noche, cuando os acostéis, penséis que quizá sea vuestra última noche.

Compartimos la Cuca. Después se va con sus ojos azules brillantes.

Me tiro en el catre y abro las cartas que he dejado para este momento tranquilo. Las leo lentamente, deshilvanando cada palabra azul de tinta de la pluma de ama, que me cuenta cosas de mi sobrino Iñigo, de aita y su diabetes, de su piano Pleyel nuevo, que necesita unas manos nuevas para tocar con ella, del libro que está leyendo, de los cumpleaños, de su aniversario de boda. Dice que me cuide en la medida que pueda, que me añoran, que ETA sigue matando, que la vida sigue y que estoy lejos.

Vuelvo a leer la carta.

Me acabo la cerveza ya caliente y meto las hojas en el sobre. El grupo electrógeno empieza a sonar. Me echo repelente y salgo a dar una vuelta por el campo. Ghia me ve y deja de hacer los deberes. Viene corriendo hacia mí y me agarra de la mano con su manita pequeña y negra mientras que me pide que le acompañe a buscar sonrisas.»

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