Angola

Ha sido una noche tranquila. Las primeras fogatas del campo empiezan a dar vida a la vida. Dentro de un rato un capellán católico comenzará a hablar de Dios en un mundo despojado de Él. Me coloco las chancletas y salgo de la mosquitera; me pongo la camiseta de Goomer, y salgo a dar la primera ronda por la sala de infecciosos; me cruzo con Anne que sale de guardia y me besa. Me da el último parte y nos tomamos un té ya tibio que reposa desde la noche. Repaso la consulta de infecciosos y me niego a recontar el pabellón de la Risa.
Saludo a Marcos, el enfermero cubano que me enseña un niño recién nacido y me dice que la madre ha pedido que lo bauticen pronto, si puedo hablar con el capellán gringo para que lo haga cuanto antes.
Entro en el pabellón de niños, huele fuerte, y me doy cuenta que los peluches no tienen sexo, que acompañan tanto a niñas como a niños. Descubro a Chia con el dedo metido en la boca. Le tengo preparada una sorpresa: quiero ir con él a Huambo, la ciudad más cercana, a recoger del hospital de Cruz Roja, insumos, medicamentos y plasma. Él no lo sabe, jamás ha estado en una gran ciudad con aceras, casas de bloque, ventanas con cristales (si queda alguno), con las calles asfaltadas y rectas.
Le miro, le retiro el dedo de la boca, se da la vuelta en el catre, le cojo una mano y pienso en mi sobrino con su misma edad y distinto destino.
Le levanto de la cama y le doy los buenos días en sambo,” Il cue, Chia”. Se despierta y se abraza a mi cuello medio dormido y con la otra mano colgando recoge el osito marrón que alguien mandó de Europa sin destino concreto. Le cuento mediante palabras infinitivas que le tengo preparada una sorpresa. y pega un berrido que despierta a todo el campo.
Mientras que se ducha en nuestras pilas de agua caliente (un beneficio de Luy, el manitas de logístico que tenemos), le cuento que vamos a la ciudad, a pesar de las pegas de Patrick por la carretera minada.
Preparamos nuestro petate: mi Nikon, mi pluma azul, una camisa limpia, un calzoncillo, mi libreta de pastas negras, mi salvoconducto, un kit de cirugía, unas chocolatinas y un cassette de Van Morrison.
Le coloco mi gorra a Chia que casi le tapa los ojos, repaso el pedido de farmacia y cogemos el Toyota con bajos blindados.
Al salir por el campo relleno un sin fin de papeles, pruebo la radio y escucho a Anne al otro lado de la antena que me dice que suena bien mi voz, y que le traiga algo de la ciudad.
Un casco azul senegalés enorme me sugiere que espere un poco a salir porque dentro de un rato saldrá un convoy con camiones y así aproveche la rodada para evitar las minas. Decido esperar mientras que Chia se pega a mí.
Me preguntan a dónde voy con el niño y les digo que al dentista, guiñando el ojo a un casco azul.
Son casi tres horas de pista y al final del horizonte, entre los árboles que conducen al pantano el sol brillante y cegador comienza a rebelarse. Lleno los dos tanques de diesel y fumo un cigarrillo con un sargento que me cuenta sus miedos y sus temores de regresar a casa y no encontrarse con su mujer a la vuelta.
Salimos al de pocos minutos y nos situamos detrás, a unos 25 metros de un enorme camión MAC y por el rabillo del ojo observo a Chia embobado y emocionado por su primer viaje a la ciudad.
Corremos por la pista y me pregunta cosas sobre mis hijos, sobre mis esposas, sobre mi país, sobre mis hermanos, sobre mi cielo, sobre mi mundo, sobre mi todo y mi nada. Le contesto que no tengo hijos, que no tengo esposas, que en mi país no hay hipopótamos, que mi cielo casi siempre es gris, que mi todo es lo que llevo en el petate y que mi nada es lo que traje de mi mundo. Me mira extrañado y apoya la nariz en el cristal.
Paramos por un momento para hacer pis y compartimos una chocolatina medio derretida. Le pongo mi gorra del revés y le siento entre mis piernas para que lleve el volante mientras que yo manejo los pedales. Cantamos juntos a puro pulmón Georgia de Van y la sabana se esconde de nuestros gritos.
Nos paran tres controles del ejército y nos revisan los papeles mil veces y por un momento se me escapa que Chia es mi hijo y me alegro, por un momento, que Chia no sepa nada de portugués.
Llegamos al hospital de Huambo, destartalado pero digno, a rebosar y a pleno rendimiento, manejado por búlgaros y checos. Saludo a Rodri, el cirujano búlgaro que amputa piernas en 14 minutos a la luz de un candil de petróleo y con un cable de acero. Se ha dejado bigote y hago risas a costa de su bigotito tipo facha. Me invita a un trago de no sé qué y se lo rechazo echando la culpa a la hora.
Una enfermera angoleña le llama para hacer una cesárea. Me dice que él nunca ha hecho una y me ofrezco a enseñarle a cambio de sus clases sobre estallidos abdominales.
Entramos en el paritorio y nos encontramos con una mujer-niña de apenas 13 años a punto de reventar por un parto de nalgas imposible de salir.
Me doy vuelta a la camiseta y me coloco un pijama verde y comienzo a sudar. Después de 46 minutos llega a este mundo un bebé de 1.830 gramos, negro como su futuro, rosáceo como el paisaje, tibio como el ambiente. Coloco mi fonendo rojo sobre su piel negra y noto el ritmo de la Vida, ahí, en su cuerpecito suave y sin apenas arrugas, delgadito y acurrucado. Le pongo la cinta de identificación, y le ponemos el primer y único pañal limpio de su futuro.
Me desnudo y enfrento mi cara al agua tibia que huele a lejía y por un momento me olvido de Chia. Me seco con el pantalón del pijama y le acepto el trago de no sé qué a Rodri.
Comemos juntos con dos médicas de Cruz Roja y me preguntan que quién es el niño que se ha quedado dormido a mi lado, y me sonrío y les contesto que mi esperanza entre la locura, y una de ellas, la más fea, claro, me dice que tengo una voz bonita.
Damos una vuelta entre la ciudad. Caminamos entre sacos terreros, socavones de minas, entre ventanas sin cristales, entre murales de dioses de la Revolución, entre farolas que un día iluminaron la noche, entre estruendos de tanques que destrozan aceras por las que un día pasearon enamorados y jugaron escolares.
Camino de la mano de Chia, que lo mira todo asustado y escéptico. Le invito a un refresco caliente que me juran que sabe a naranja y es lo único que se puede beber por estar embotellado. Se guarda la chapa de la botella “para enseñársela a sus amigos del campo.”
Le digo que se está haciendo tarde y que debemos regresar al Toyota, y por un momento me cuenta que no le gusta la ciudad, y me sincero diciéndole que a mí tampoco, y de la mano, una vez más, regresamos entre escombros a nuestro refugio mecanizado y blanco.
Salimos de la ciudad, y dentro de una hora se hará de noche. Preguntamos si está mal la carretera y un oficial del MPLA, me dice que no hay peligro, que hay paso, porque los soldados de UNITA han cobrado la paga y que se la están bebiendo, y nunca he agradecido tanto que la gente se emborrache.
Chia se queda dormido en el asiento y noto su cabecita junto a mi codo y apenas me muevo para no despertar. Apago la voz de Van y escucho a la noche. Los focos del Toyota despiertan de vez en cuando en la noche algún animal que salta asustado.
Paro un momento entre los árboles. Apenas estamos en casa, (¿he dicho casa?) enciendo un cigarrillo y la noche está en silencio. Apenas hay estrellas.
Comienza a caer una lluvia cálida y acogedora, la época de lluvias empezará dentro de unos días.
A través de la ventanilla miro a Chia en paz y tranquilo, y descubro entre los deditos negros y frágiles la chapita de refresco que hará la envidia de sus amigos del campo.
Me subo al Toyota, miro mi petate algo más abultado por la camiseta que le he robado a Rodri para Anne, conduzco unos kilómetros campo a través y a lo lejos se aprecian las pocas luces del Campo.
No me importa hoy llegar al campo. Ha sido un día especial, pasar un día junto a mi esperanza, compartir un trozo de pollo con un colega y dos chicas ajenas que se invitan a conocer el Campo.
Abro el paso del segundo tanque de gasoil y ya cerquita veo mi mundo de paso, mi mundo de locura y de ternura a la vez, mi mundo de manos blancas y niños negros, de muerte sin color y médicos con bigote facha, de amigos lejanos y amantes cerca, de recuerdos crueles y de niños dormidos ajenos a la realidad.
Entro en el campo y aparco junto al almacén. Descargamos el material y Patrick me mete prisa para entrar en quirófano, y no le oigo, no le quiero escuchar, hoy no tengo prisa para nada, hoy soy todo mío y me lo merezco, tal vez porque me han dicho que tengo una voz bonita, o porque simplemente, Chia tiene una chapa de refresco que cobija sus sueños, y porque a él tampoco le gusta la ciudad.”