Angola

La tierra huele a humedad y a calor. Las hogueras del campo y la mandioca me traen olores que no puedo despegar de mi piel. Una camiseta enorme del color de la tierra que extraño, un pantalón de algodón delgado, unas sandalias que huelen a camino, unas manos blancas con olor a talco de guantes de quirófano, una noche enorme por delante y la luna, constante y serena, ahí colgada del techo de la noche.
Noche de mayo. Ahí, al Otro Lado, los días se irán alargando, el calor aparecerá alargando tardes y acortando ropas. Acabarán las clases, comenzarán los exámenes, empezarán las ojeras, acabarán las listas de aprobados, empezarán los días de Esperanza.
Echo en falta todo aquello, los exámenes finales, los parciales, las cañas de después, las noches de café y tabaco, el reloj del salón, el camión de la basura, los apuntes de mil colores, el beso suave y rápido de despedida con sabor a coche y a portal sin vecinos.
Juego con mi chapa de identificación, me pasa siempre que pienso en el Otro Lado.
Patrick se sienta a mi lado y me enciende un cigarrillo enviado desde lejos. Me enseña cada noche el nombre de una estrella nueva. Yo una palabra en castellano y él el nombre de una estrella. A veces, lo sé, se las inventa, y reconozco que es difícil el acordarse de casi 500 nombres de estrellas, así como de mujeres, y me pregunto por qué casi todas las estrellas tienen nombre de mujer.
El ruido del generador central rompe la noche. Hoy no hay mosquitos, se avecina la lluvia y ellos desaparecen hasta que la tierra caliente y seca les dé de comer.
Estoy a punto de terminar mi cuaderno de pastas negras comprado en mi ciudad sin estrellas. A veces cuando no tengo ganas de escribir, por el cansancio, por la fiebre, o tal vez por la nostalgia, lo leo. Palabras azules que no llevan a ninguna parte, letras perfectas, desordenadas, silenciosas, que me transportan lejos, ahí al Otro Lado.
Alguien en la sala de partos pone música, el generador da Vida al campo, pero no la puede devolver a los que hoy, un día mas no han aguantado.
Hoy a eso de las 9 de la mañana, han vuelto a pasar los cazas, como de costumbre han pasado bajito, rozando el sueño de los niños, de los hambrientos, de los operados, de los que no pudieron nacer en otro sitio que no fuera éste.
Al pasar todo tiembla en el quirófano, seguimos, vemos cómo los sueros dejan de gotear, dejan de entrar en la sangre para dar Vida. Al principio nos asustábamos, dejábamos de operar, nos abrazábamos y nos arrojábamos al suelo, como avestruces sin cuello. Y la estampa era curiosa, curiosa porque el miedo y la locura se juntaban, las ganas de dar un guiño a la Vida y una patada a la Muerte, la esperanza y el desamor juntos, juntas, en el mismo lado por una ve
Luego, pasado el tiempo, ya no nos importa. Lo hemos elegido y punto. Juramos, paramos, nos miramos, dejamos a un lado todo lo que implique electricidad y nos retiramos de la mesa de quirófano, para luego, al de unos pocos minutos, volver con nuestros pijamas verdes a la realidad.
Las nubes empiezan a tapar la noche. La noche huele a mandioca, a calor, a humedad, a silencio, a “tubab”, a lloriqueo de niños que se niegan a darse por vencidos, a preguntas sin respuesta, a silencio compartido con tabaco y música traídos de lejos.
Estoy raro y se me nota. Hoy no tengo que fingir, no merece la pena, hago lo que tengo que hacer y punto. Los sentimientos se quedan atrás, se recubren de recuerdos y se apelotonan en el armario de la distancia.