Pentecostés
En nosotros para los demás
Estamos celebrando Pentecostés: la fiesta del Espíritu Santo. Se suele decir, y creo que con razón, que el Espíritu Santo ha sido el gran desconocido en la Iglesia Católica. No porque no se le invocara, de manera especial en la liturgia de los momentos importantes de la vida de la Iglesia. Tenemos himnos muy hermosos que lo testifican. Pero, tal vez, se le vivía como un agente “externo” a la vida del creyente. Las imágenes utilizadas, lengua de fuego, paloma,… tal vez no hayan ayudado mucho. Algo que estaba fuera de nosotros y que había que implorarlo para que se hiciera presente.
En Dios hemos creído de forma casi natural desde niños. De Jesucristo, de su persona y de su programa de vida, nos hemos ido enamorando según hemos ido creciendo, según nos hemos ido acercando al Evangelio. En él hemos encontrado un modelo de vida y de ser persona, un modo de relacionarse con los demás, una visión de la sociedad y del mundo que le toco vivir,… y una relación con Dios, al que llamaba Padre. Es tal la fascinación que produce Jesús que quisiéramos ser como él. Incluso, y así lo reconocen algunas personas, aunque se abandone la fe en Dios, la vida de Jesús les sigue sirviendo como orientación de vida.
¿Y qué pasa con el Espíritu Santo? Nos pasa como con el respirar, que lo hemos automatizado de tal manera, que rara vez tomamos conciencia de cómo es nuestra respiración. Respiramos y ya está. Es fundamental en nuestra vida para poder vivir, pero no le dedicamos atención. Algo parecido ocurre con el Espíritu Santo. Es lo que anima toda nuestra vida y nuestro existir. Es la Presencia de Dios que nos habita, pero que pasa desapercibida entre tantas otras presencias como hay en nuestra vida cotidiana. Por eso es importante dedicar tiempo a tomar conciencia de la Vida que nos mana por dentro. Que no nos pase lo que dice el cuento:
“Cuentan que cierto día, Dios cansado de que las personas lo llamaran a todas horas del día y la noche, haciéndole todo tipo de peticiones, pensó en irse a descansar, para lo cual decidió esconderse por un tiempo. Reunió a los ángeles y les preguntó “¿Dónde debo esconderme?”. Algunos dijeron: “Escóndete en la cima de la montaña más alta de la Tierra”. Otros opinaron: “Escóndete en el fondo del mar, nunca te hallarán allí”. Otros: “Escóndete en el lado oscuro de la luna, es el mejor lugar, nadie te encontrará”. Entonces se volvió hacia uno de sus ángeles preferidos y le preguntó: “¿Dónde debo esconderme?”. El ángel sonrió y le respondió: “Escóndete en el corazón de los hombres, es el único lugar donde ellos nunca te buscarán“
Sí, el lugar propio del Espíritu Santo es el corazón humano. Así lo decía San Pablo y lo repetimos en la liturgia: el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu que se nos ha dado. Por eso, más que pedir el don del Espíritu Santo, tenemos que reconocerlo y agradecer el don. El Espíritu Santo ya está operante en nosotros y se visibiliza en nuestras obras, que expresan si, efectivamente, le dejamos actuar al Espíritu de Jesús que nos habita.
Somos templo del Espíritu Santo. Está en nosotros y con nosotros. Está en nuestras manos para que podamos construir una sociedad más justa. Está en nuestras mentes para que podamos reflexionar sobre lo que es bueno y lo que es verdadero. Está en nuestro corazón para que podamos elegir lo que lleva a la vida y al amor. Está en nosotros y no nos pertenece: lo recibimos de Dios para regalárselo al mundo.
El Espíritu Santo está en cada uno de nosotros y está en la Iglesia. La Iglesia también es Templo del Espíritu Santo. Se subraya mucho la imagen de la Iglesia-Pueblo de Dios, tal vez para contraponerla a la de Iglesia-jerarquía. Rara vez se habla de la Iglesia-Cuerpo de Cristo. En la primera carta de San Pablo a los corintios hemos escuchado la importancia de todos y cada uno de los miembros para el buen funcionamiento de todo el cuerpo. Todos y cada uno de los miembros están animados por el mismo Espíritu.
Cada uno de los bautizados y la Iglesia en su conjunto somos Templo del Espíritu Santo. Pero el Espíritu Santo desborda nuestro corazón y desborda las fronteras de la Iglesia. Por eso, estamos llamados a ser Templos del Espíritu Santo en el templo del mundo.
El Espíritu Santo vivificador está sosteniendo la fe y la esperanza de muchas personas, que no encuentran razones objetivas ni para seguir creyendo ni para seguir esperando. El Espíritu Santo está animando el amor de muchas personas que, sin confesar explícitamente al Dios Amor, trabajan por liberar a las personas de todo aquello que les oprime. El Espíritu Santo está actuando en las personas que se arriesgan a amar: en la fidelidad a la pareja más allá de las dificultades propias de toda relación humana; en la entrega generosa a la crianza y educación de los hijos, que siempre se torna en experiencia de gratuidad; en la acogida incondicional al hermano de comunidad, de manera especial al “raro” o “difícil”; en el compartir la existencia con los empobrecidos de nuestro mundo, que lleva consigo un riesgo añadido; en el compromiso militante en la denuncia de la injusticias que se dan en nuestra sociedad,…).
En esta fiesta de Pentecostés nos podemos preguntar cuáles son las puertas de nuestra vida que seguimos manteniendo cerradas por el miedo. Da lo mismo que sean puertas-vallas que vamos construyendo a nivel social o puertas que cerramos en la relación con otras personas. No se trata de abrirlas por puro voluntarismo, sin convicción alguna, porque parece que eso es lo que nos pide nuestra fe. Se trata más bien de una respuesta al don de la fe que nos llena de alegría y nos invita a comunicárselo a quien nos rodea. El Espíritu Santo habita en nosotros… para que se lo comuniquemos a los demás.