Segundo Domingo de Pascua
Testigos y mensajeros de la paz de Dios
Todavía resuenan en nuestros oídos las palabras que los mensajeros de Dios dijeron a las mujeres en la madrugada de la Pascua: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado”.
La Iglesia, en su pedagogía, ha hecho que se haya repetido estos días de la Octava de Pascua con diferentes relatos evangélicos. Es demasiado importante lo que se nos quiere transmitir. Hay que intentarlo por activa y pasiva. En su empeño no va a cesar las próximas siete semanas. Siete semanas es toda una vida, el tiempo que necesitamos para creer definitivamente en la resurrección.
Porque igual que los primeros seguidores de Jesús, también nosotros tenemos “anocheceres en la fe”. Eran muchas las voces que por la mañana decían: “¡ha resucitado!”. Pero, “al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos”.
Para que estas expresiones no se nos queden en literatura piadosa, nos podemos imaginar cómo viven nuestros hermanos cristianos en Pakistan y tantos lugares de la tierra. Los cristianos somos el colectivo más perseguido, odiado y masacrado. No es un discurso martirial, sino un discurso que debe hacer justicia a lo que callan tantos medios de comunicación social y tantas organizaciones de Derechos Humanos, para las cuales estos se pierden al confesar la fe en un crucificado injustamente y rehabilitado por Dios.
El lunes pasado se daba la noticia de que los asesinos de Lahore no querían matar a mujeres y niños, sino “solo” a hombres cristianos. El tuit estaba servido: “Como si matar “hombres” y “cristianos” fuera un asesinato menor. Esperamos que os convirtáis al Dios de la Misericordia”. En seguida alguno me dijo, ya estamos, haciendo proselitismo. Le tuve que hacer comprender que “el Misericordioso” es uno de los títulos con los que se designa a Alah.
Sin vivir una situación tan trágica, también nosotros experimentamos los anocheceres de la fe. En ocasiones se apoderan de nosotros miedos propios de una existencia que deviene conflictiva o amenazante.
Era el día de la resurrección, pero seguían arrastrando la pesada carga de la cruz, en la que habían quedado clavados tantos sueños, tantos ideales, tantas opciones de vida,… Fue tan evidente lo que sus ojos vieron, fue tan doloroso lo que sintieron, fueron tantas las expectativas frustradas, que las palabras sonaban vacías, aunque vinieran de boca de las hermanas y hermanos de comunidad. Necesitaban ver, necesitaban hacer la experiencia personal de que, efectivamente, Jesús estaba vivo, de que el Padre le había dado la razón y había salido valedor por él.
Se suele decir que Tomás no se fió del testimonio de la comunidad. Es cierto, pero en eso no se diferenciaba mucho de los otros, hasta que no vieron a Jesús no creyeron.
Tomás no fue más increyente que el resto. Es más, hizo bien Tomás en no fiarse de su testimonio, porque el modo de comunicarlo fue bastante pobre. Lo único que le dijeron es “hemos visto al Señor”. Es muy probable que Tomás pensara, “¿y?, llevan toda la mañana diciendo eso”.
Le ahorraron muchos detalles que son fundamentales para poder acceder al Jesucristo muerto y resucitado. Vivimos en una sociedad que es más propensa a creer en lo espectacular, aunque sea irracional, que en lo fundamental. La Iglesia no está exenta de ese riesgo. Pienso en las personas que tienen menor dificultad en las apariciones de la Virgen que en la Resurrección de Jesús, porque les cuadra más la reencarnación. Pero, ¡ay, las apariciones!… Para que no quepa duda, al respecto me someto al dictamen de la Iglesia Católica.
¿Qué es eso tan importante que aquellos que habían tenido experiencia del Resucitado no le contaron a Tomás?
Lo primero el saludo: “Paz a vosotros”.
Me pregunto y os pregunto, ¿qué es más fácil, creer en la Resurrección o que la Paz sea posible? No lo digo como deseo, sino desde el análisis de los datos reales que podemos manejar, sin tener en cuenta todos los que se nos ocultan, porque entonces la respuesta posible se reduce a una.
Es una tragedia para la humanidad que no podamos creer que la paz sea posible. Porque si eso es así, no tiene ningún sentido trabajar por conseguirla. Todos los deseos y todos los esfuerzos de tanta gente y de tantas organizaciones son inútiles. Por lo tanto, dediquemos a otra cosa: a ganar la guerra. Nos guste o no, en esas estamos si hacemos caso a los mensajes de algunos políticos que tienen en sus manos la decisión de optar por trabajar por la paz o ganar la guerra.
El sábado pasado, después de haber celebrado la Vigilia pascual, vi en una red social la siguiente noticia: “Se crea la primera brigada cristiana para combatir al Estado Islámico” de que se había constituido el primer ejército cristiano. El enfado tuvo que ir en dos tuit: “1/2 Si es cierto, no me gusta la noticia, menos en la noche de Pascua… Ese no es el camino para que triunfe la Vida” y “2/2 No sé por qué se retuitea hoy, esta noche, una noticia de hace más de un año. Estamos amenazados de Resurrección”.
Que le hubieran comunicado ese saludo, “Paz a vosotros”, era muy importante. No se lo tenían que haber ahorrado, porque es tanto como decir que el deseo de Dios es que se cumplan lo que parecen imposibles humanos. La paz primera que Dios nos ofrece es la que hay que acoger en el propio corazón. Es lo que nos posibilita entrar en la dinámica de vivir como resucitados. Jesús nos la ofrece a todos, acogerla está en nuestras manos. Desde ahí podremos ser hombres y mujeres que se comprometen con la paz, porque creemos que es posible. Dios es su garante. El anuncio de que la paz es posible es algo que nuestro mundo está necesitado de escuchar. Además para nosotros es mandato misionero y tarea de evangelización: “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”.
Hoy, y siempre, que nuestro saludo sea: “Paz a vosotros”.
Ahora se podría hacer la reflexión de la necesidad que tiene la Iglesia de emprender la evangelización desde el mostrar sus propias heridas. Pero eso lo dejamos para otro momento.