COMENTARIO a la PALABRA DOMINICAL – Anjelmaria Ipiña

Vigésimo Domingo del Tiempo Ordinario

Buena Noticia: humanos, hijos y hermanos

El texto evangélico de hoy, aunque acaba bien, nos deja mal sabor de boca. Hay dos razones importantes: por un lado, en sí mismo es un texto duro: la humillación pública de una mujer, madre desesperada por el sufrimiento de su hija; por otro lado, es duro porque el que le humilla es Jesús: el buen Jesús, ese hombre de cuya ternura y misericordia no se puede dudar, ese hombre comprometido hasta los tuétanos por liberar a las personas de su sufrimiento. ¿Por qué actúa así? ¿Por qué lo recogieron y lo recordaron sus discípulos al escribir el Evangelio? ¿Por qué la Iglesia lo recuerda en la liturgia? ¿Qué buena noticia nos trae este pasaje? Lo primero que hay que decir es que este texto es duro fuera de contexto. También es duro cuando se lo aplicamos a los demás. Vayamos por partes.
¿Cuál es el contexto de este relato evangélico? Podríamos pensar que es el momento después del “andar sobre las aguas” que escuchábamos y sobre el que meditábamos el domingo pasado. Es normal que así nos lo parezca, ya que hay cierto paralelismo: el del domingo pasado se recriminaba la falta de fe de Pedro: “¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?”; este domingo se ensalza la fe de la mujer cananea: “Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”.
Entre el pasaje del domingo pasado y el de este domingo hay dos actuaciones de Jesús y un cambio de escenario. Las actuaciones son de dos tipos: la primera, una serie de curaciones “fáciles”: basta con tocar el manto de Jesús; la segunda, la controversia con los letrados y fariseos en torno a la tradición de los mayores, por ejemplo, lavarse las manos antes de comer, siendo una medida higiénica. Jesús les recuerda que lo que nos hace impuros no es lo que entra, sino lo que sale por la boca. Creo que no hace falta poner ejemplos. Jesús se muestra tremendamente duro con aquellos que han antepuesto las tradiciones humanas, como dar limosna al templo, por encima de la ley de Dios: cuidar al padre y a la madre.
20º domingo del tiempo ordinarioDespués de la dura controversia, en que se pone en duda que Jesús sea un “buen judío”, es cuando se da el cambio de escenario: del lago de Genesaret a Tiro y Sidón, a tierra pagana. Es en tierra extraña donde parece que se subrayan las diferencias, donde parece que la propia identidad y origen recobran una fuerza que ignoramos entre “los nuestros”. Es como si de repente nos entrara el orgullo de “ser lo que somos”. Ese parece ser el comportamiento de Jesús. Es como si quisiera demostrarse a sí mismo que es un “buen judío”, por lo menos en tierra extraña.
A pesar de todas estas explicaciones nos puede parecer un texto duro. Lo es. Sobre todo cuando se lo aplicamos a los demás: en este caso a Jesús. Así que hagamos el recorrido del evangelio de su mano.
Lo primero que nos llama la atención es la “indiferencia” con que Jesús trata a aquella mujer: ante el grito de la mujer, “él no le respondió nada”. Jesús, que siempre va a atento por la vida, así es como puede percatarse de las necesidades de la gente, y que es él el que suele tomar la iniciativa, hace oídos sordos a los gritos de esta mujer. ¡Qué mala educación! ¡Qué indiferencia! ¡Qué…! Y nosotros, seguidoras y seguidores de Jesús, de ese Jesús que parece que hoy nos avergüenza, ¿cómo reaccionamos habitualmente ante el extraño, el desconocido, el extranjero o el diferente (porque ya hay muchos no extranjeros, con nacionalidad como la nuestra, que, sin embargo, no son de “nuestra” cultura, “nuestra” religión… incluso que no hablan fluidamente nuestra lengua)? ¿Cómo nos comportamos? ¿Qué caso hacemos a los gritos de tantos hombres y mujeres de nuestro mundo que claman porque sus hijas e hijos tienen un demonio muy malo: el del hambre, la guerra, la enfermedad, el analfabetismo,… ¿Los escuchamos o hacemos oídos sordos para no tener que complicarnos la vida? No estoy hablando sólo de los gritos que nos vienen de lejos, que tal vez tengamos una disculpa para no oírlo, estoy hablando de los gritos que se pueden escuchar ya en las calles de nuestras ciudades, incluso en nuestro propio vecindario.
Tal vez hacemos como los discípulos, que le piden a Jesús que le haga caso, para quitarse de encima a aquella pesada. Tal vez pensaban que con darle algunas monedas, como hacemos en nuestros momentos de generosidad, la cosa se solucionaría. Jesús, el “buen judío”, sabe que no le estaba permitido acercarse a los paganos, y menos a una mujer.
La mujer insiste. Es el dolor de madre que brota de sus entrañas. No pide nada para ella. Es su hija la que sufre, la que vive atormentada. Jesús, no solo sigue impertérrito, sino que cae en la impertinencia: “No está bien quitarle el pan a los hijos para echárselo a los perrillos”. Tal vez nos suene más conocido, “no está bien que paguemos más impuestos para asegurar la asistencia sanitaria a los que no tienen papeles” o “no está bien que yo trabaje menos horas para compartirlo con aquellos que tienen más difícil acceder a un puesto de trabajo” o, no digamos nada, “no está bien que las ayudas sociales vayan para esos vagos que han venido a vivir a nuestra cuenta”. Son frases que se escuchan, me figuro que algunas, no sé si muchas o pocas, también en boca de cristianas y cristianos, que hoy tal vez nos indignemos con el comportamiento de Jesús.
La mujer no tiene miedo a la confrontación. No tiene nada que perder. La vida que lleva su hija no es vida. Es la situación de muchas personas que arriesgan su vida en el mar tratando de llegar a las costas europeas. No tienen nada que perder. La vida que llevan en sus países de origen no es vida. No saben lo que les espera, por eso arriesgan. También nos confrontan y nos dicen: “también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”. Dispuestos a comerse nuestras migajas. De hecho, los vemos cada vez con más frecuencia revolviendo en los contenedores de basura.
Aquí es donde se rinde Jesús. Aquí es donde deja de ser “buen judío” para volver a ser humano. Así, humano, muy humano, vuelve a ser lo que realmente es: hijo y hermano. Humanizado recuerda su ser hijo de Dios. Humanizado renueva su fe en el Padre de todas y todos: “Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”.
De la mano de Jesús hemos recorrido el pasaje evangélico, la Buena Noticia. De su mano tenemos que recorrer el camino la vida y ser Buena Noticia. De él aprendemos a ser humanos, hijos y hermanos: ésta es la Buena Noticia, eso es ser Evangelio.

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