COMENTARIO a la PALABRA DOMINICAL – Anjelmaria Ipiña

Tercer Domingo de Adviento

Hay luz… y tenemos que mostrarla

Si al leer al profeta Isaías no se alegra nuestro corazón, algo grave nos pasa como personas. Tal vez hayamos caído en el escepticismo absoluto ante la posibilidad de que nuestro mundo pueda ser recreado. No sólo hemos dejado de creer y de esperar en lo divino, sino que hemos dejado de creer y de esperar en lo humano. A nuestro corazón le cuesta alegrarse ante las promesas de una situación mejor para nosotros mismos o para nuestros prójimos: “se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará”.
Somos ciegos cuando la desesperanza no nos deja ver los pequeños signos que nos indican que hay muchos hombres y mujeres empeñados en hacer un mundo nuevo y mejor. Somos sordos cuando la desesperanza no nos deja oír la invitación que nos hacen a participar de ese proyecto de un mundo nuevo y mejor. Somos cojos cuando la desesperanza nos impide caminar tras la utopía de un mundo nuevo y mejor. Somos mudos cuando ni siquiera nos atrevemos a pronunciar que otro mundo nuevo y mejor es posible, si es que creyéramos en él.
Si al leer al profeta Isaías no se alegra nuestro corazón, algo grave nos pasa como creyentes. Se nos debe alegrar el corazón al escuchar lo que es, debería ser, nuestra certeza más honda: que Dios es nuestra alegría perpetua. Desde esta certeza, desde esta experiencia, es como podemos decir a los de manos débiles y rodillas vacilantes: “Sed fuertes, no temáis… vuestro Dios viene en persona… y os salvará”.
Nos equivocaríamos si pensáramos que el profeta Isaías dice estas palabras al pueblo en un momento de esplendor de Israel, en un momento de prosperidad y bonanza, y, por lo tanto, desde el optimismo que propicia esta situación. Nada más lejos de la realidad. Isaías escribe para un pueblo que ha sido asediado, conquistado y llevado a la cautividad. Precisamente por eso, porque conoce la situación de su pueblo, es por lo que se siente invitado a “fortalecer las manos débiles y a robustecer las rodillas vacilantes”.
Jesús conoce muy bien al profeta Isaías, siguiéndole la pista en los evangelios podríamos decir que era uno de sus favoritos. Jesús se empeña en hacer realidad las palabras del profeta. Ante un pueblo que estaba a la expectativa por la inminente llegada de un mesías político victorioso, ante un Juan Bautista que no termina de reconocer a Jesús como el enviado de Dios, Jesús les recuerda lo que dice la Escritura, y que ya ha empezado a acontecer: “los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres e ele anuncia el Evangelio”.
Jesús va sembrando aquí y allá semillas de liberación, de sanación, de salvación. Lo hace sin descanso. O, si se quiere, descansando en Dios. A pesar de todo, da la impresión de que la semilla da pocos frutos. No nos consta que todas aquellas personas que fueron beneficiarias de las palabras y obras Jesús se engancharan en su seguimiento. Sin embargo, Jesús tuvo paciencia y permaneció firme en el proyecto que el Padre tenía para la Humanidad.
A vivir desde la paciencia cristiana, que siempre es activa, incluso cuando todo lo espera de Dios. A mantenernos firmes en el proyecto inaugurado por Jesús nos invita el apóstol Santiago, aún cuando nos parezca que es un mensaje irrelevante para nuestro mundo.
Los hombres y mujeres de nuestro tiempo, como los de todos los tiempos, siguen buscando y siguen esperando la salvación. Basta con acercarse a algunas páginas de internet o pasearse por las calles de nuestros pueblos y ciudades para encontrarse con innumerables ofertas que prometen la felicidad y la salvación.
No me refiero a las ofertas que vienen desde el consumismo y que fácilmente demonizamos, cuando hablamos de la obsesión del bienestar, la idolatría del dinero, la banalización de la sexualidad, la exaltación de la violencia, la desintegración de lo comunitario y de lo social,… No me refiero a lo que parece que ofrece una felicidad y una salvación efímeras.
Me refiero a otras ofertas que están dirigidas al interior de la persona, a potenciarla a todos los niveles: físico, psíquico, espiritual,… Son ofertas a las que acuden muchas personas; unas después de haber roto con la Iglesia, otras manteniendo la doble pertenencia, pero desvinculándose progresivamente.
Como comunidades cristianas nos deberíamos preguntar qué estamos haciendo con el Evangelio de Jesucristo que se nos ha sido confiado para que no sea una experiencia de salvación integral y haya personas que abandonan nuestras comunidades para buscar en otras personas, en otras instituciones, en otras doctrinas, en otras experiencias, lo que ya está en el Evangelio. ¿Qué estamos haciendo para que Jesucristo no sea percibido como luz que alumbra en las tinieblas? ¿Qué estamos haciendo para que Jesucristo no sea
percibido como Buena Noticia y como fuente de la alegría perpetua?
Tercer Domingo de AdvientoEstamos llamados a transparentar la Vida que surge del evangelio. Hoy Jesús nos dice a nosotros, id a anunciar a los juanes y juanas de este tiempo que os ha tocado vivir “lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio. ¡Y dichoso el que no se sienta defraudado por mí!”.
Esta es la misión que se nos ha encomendado. No vale escudarse en decir que los evangelios son relatos catequéticos para alimentar la fe de las primeras comunidades cristianas. Lo fueron, no cabe duda. Pero su fuerza, su vigor, su energía, su capacidad de transformarlo todo, también el corazón humano, y desde la estructuras sociales, fue el hecho de que esas palabras se encarnaron en Jesús. Y ahora se tienen que encarnar en nosotros.
Los pobres y marginados percibieron que Jesús era el profeta esperado desde todos los tiempos, porque los que sufrían encontraron alivio, consuelo y curación en Él. Fue buena nueva para los más desesperados, para los desahuciados de la sociedad en la que le tocó vivir. Aquellos que se sentían desterrados en su propia casa, entre sus propias gentes, pudieron experimentar el gozo y la alegría de la sanación, de la salvación.
Nosotros estamos invitados a dar razón de nuestra esperanza, con el testimonio de nuestra vida. Estamos invitados a ser creativos en la misión para que los hombres y mujeres de nuestro tiempo, de manera especial los más pobres, no se sientan defraudados por los seguidores de Jesús. Hay luz… y tenemos que mostrarla.

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