Noches de Luna Negra

Mosquitia (Honduras), miércoles 23

Cada día el campo se parece más a una guardería que a un hospital de moribundos. Todos los enanos se empeñan en gritar al mismo tiempo y a la vez. Todos con el suero colgado de su vida, todos con las grietas en los labios, todos con esperanza de Vida.

Los demás, los recién llegados, algunos, se dejan llevar por el abandono que produce la extrema desnutrición carcomidos por la fiebre y por el fallo en sus plaquetas.

Los otros, los menos, se aferran a la Vida como el silencio al desierto. A veces despiertan al manipularlos y nos miran pidiendo una tregua al tiempo, cronometramos el gotero, les picamos el talón para ver su coagulación, y esperan con su mirada perdida en nuestras caras de jueces imparciales un atisbo de esperanza que les haga pensar que “todo” va bien.

Ayer, de madrugada, Kavito, Luis y Diana, dejaron de luchar. Casi los tres a la vez. Como si se hubieran puesto de acuerdo para dejarnos sin molestar. Salieron de la Vida por la parte de atrás, casi de la forma que entraron, de la misma forma que vivieron.

Les retiramos el suero, la sonda, los bañamos una vez más, los vestimos con una camiseta blanca, quizá el último abrazo que se nos escapa, en su manita izquierda su tarjeta en la que apuntamos su código, sus datos, la hora y la fecha.

Encargamos a los guardas que localicen a sus familias. Nosotros, yo, ya no puedo ver más caras de resignación inútil y absurda, no quiero que vuelvan a ver la misma cara que hace unos días desde la arena les gritaba y criticaba su comportamiento animal. No, ya no puedo. Ya no debo.

Los más mayores siguen ahí, vegetando en las tiendas blancas y saladas por la sal que trae el mar. Agarran peso de una forma rápida y un tanto peligrosa. No me preocupan. Creo que ya no me preocupa nada.

Cuando llegue el relevo, se encontrarán con menos tiendas, menos niños, menos cama-cunas, más niños de 5 y 7 años, más adultos que esperan impasibles la cola de la madrugada.

Kavó recoge los platos de la cena. Hoy he cocinado yo. Pescado con arroz picante y guineos. No ganará ningún premio de cocina. Seguro.

La noche huele a café que sale del container. Abrimos una botella de “Flor de Caña” que estaba reservada para una gran ocasión. No puede haber mejor ocasión que la de esta noche. No hay luna, café, brisa cálida del mar, música de Sting que habla de un hombre lobo, las manos de Kavó rodeando la taza de café, Ella (¿que estará haciendo?), Pai ya riendo y jugando en la playa, un cigarrillo con sabor a vainilla, un sorbo de buen ron, y una mirada a escondidas a mis manos  blancas. Tarareamos lo que dice Sting y nos abrazamos de escalón a escalón como dos borrachos que celebran un no sé qué.

Nos preguntamos qué vamos hacer después de esta misión. Y nos quedamos en silencio. En un silencio aterrador y cómplice con sabor a ron y a sal. Un silencio oscuro y demandante. Un silencio roto solo por el ruido del mar al otro lado de la barra de la laguna.

Otro cigarrillo, otro sorbo, otra canción de Sting, Ella otra vez en la canción…

Me cuenta sus planes. Unos días con su chica de la radio en La Ceiba, y luego otra vez a su trabajo: no sabe si volver a Cauquira, a la base de buceo Alfonso XIII a atender a los descerebrados por accidentes de buceo, o a Costa Rica, al Instituto de investigación de sueros antiofidios.

Yo, simplemente, le contesto que regreso a  la Vida.

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