Segundo domingo de Pascua
Creer en el traspasado
El evangelio de este segundo domingo de Pascua, “domingo de la Divina Misericordia, tiene tres partes muy interesantes para cada uno de nosotros y para nuestras comunidades cristianas.
Primera parte: el encuentro de la comunidad con el Resucitado.
Es un encuentro que se da en la noche, cuando es más fácil que todo nos turbe. No se ve luz por ningún sitio. Pareciera que los discípulos estuvieran bajo el poder de las tinieblas. No es raro que tuvieran miedo. Probablemente no solo a los judíos, sino también a la apuesta que habían hecho: los que creían que se habían abierto a la vida confiando en Jesús se encuentran con las puertas cerradas.
Una vez más se repite la experiencia que con tanta brillantez, y de forma tan sintética, nos describe San Ignacio en el libro de los Ejercicios Espirituales: “Mirar el oficio de consolar, que Cristo nuestro Señor trae, y comparando cómo unos amigos suelen consolar a otros” (EE 224). No soy especialista en espiritualidad ignaciana, pero creo que se me está dando comprender con más hondura lo que significa este aspecto de la cuarta semana. El Resucitado sigue proclamando la Buena Nueva, pero ahora no necesita muchas palabras: “Paz a vosotros”; “No lloréis”; “No temáis”; “Alegraos”;… Todas palabras de consuelo a aquellas personas que están dolidas, o cuando menos contrariadas, con lo que parece ha sido el final de Jesús. El que ha sufrido la tragedia es el mismo que comunica serenidad y confianza.
En este pasaje Jesús les ofrece lo que ha recibido del Padre: la paz. Una paz que no se puede callar ni reservar. Es una paz que debe comunicar y que se hace misión también para sus discípulos: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Compartir la paz que recibimos del Señor. Pasa como con el amor: cuanto más amor se da, más amor se tiene. Cuanto más se comparte la paz, más nos invade la paz: a la que teníamos se suma la que sembramos en el corazón de las personas a las que se la transmitimos.
Segunda parte: la evangelización al interior de la propia comunidad.
Damos por supuesto muchas veces que la evangelización es “misio ad gentes”; es decir, anuncio a aquellas personas que no han oído nunca hablar de Jesucristo. Es una parte de nuestra misión, no cabe la menor duda. Además, hoy, pienso en los cristianos que vivimos en lo que se ha llamado “Norte desarrollado”, no tenemos que recorrer muchos kilómetros para encontrarnos con personas que no han oído hablar de Jesucristo o se han quedado con cuatro prejuicios no se sabe muy sobre Jesucristo, el cristianismo o la Iglesia.
Hoy se hace muy pertinente una evangelización al interior de la propia comunidad cristiana. Es algo que lo han señalado con intensidad tanto el Papa Francisco como el Papa emérito, Benedicto XVI, que en más de una ocasión mostró su preocupación por la increencia de los creyentes. En nuestras comunidades tenemos una misión importante: comunicarnos los unos a los otros nuestra experiencia de fe. Necesitamos escucharnos decir: “Hemos visto al Señor”. No es de extrañar que tras el envío de Jesús, el primer destinatario fuera precisamente aquel que, perteneciendo a la comunidad, todavía no había tenido la experiencia del encuentro con el Resucitado: Tomás. Es nuestra misión al interior de nuestras comunidades.
Tercera parte: la confesión de fe de Tomás en el “llagado”, en el “Traspasado”.
Es impresionante la fe de Tomás. Más impresionante que su supuesta incredulidad. Tomás no quiere creer a pesar de ver las llagas, sino gracias a ellas. No solo necesita ver al Resucitado. Su necesidad va mucho más allá, ¡qué atrevimiento!, necesita comprobar que el Resucitado es el Crucificado.
Es toda la vida de Jesús la que resucita, no (solo) su cuerpo. El paréntesis está puesto a propósito por la discusión que hay entre teólogos sobre cuerpo sí o cuerpo no. ¡Cómo si eso fuera lo fundamental de nuestra fe! ¡Cómo si eso fuera lo fundamental de la vida de Jesús! ¡Cómo si eso fuera lo fundamental de nuestra vida!
Es toda la vida de Jesús la que resucita, como lo será la nuestra de forma definitiva cuando atravesemos la puerta de la muerte. Si viviéramos nuestra vida “terrestre” con esta dinámica estaríamos más en trance de resurrección, caminando hacia la Vida y no temiendo a la muerte. Dinámica que no impide que en nuestra vida haya llagas y heridas, como las hubo en la vida de Jesús.
Para Tomás son importantes las llagas del resucitado: en ellas está escrita la biografía de Jesús. Las llagas de Jesús nos recuerdan que aquello por lo que vivió y luchó Jesús, aquello que le llevó a la muerte, es bueno, es verdadero y es querido por Dios. Las llagas de Jesús nos recuerdan que todo compromiso por instaurar el Reino de Dios lleva en su seno la promesa de la vida definitiva, más allá del aparente fracaso. Creer en el Resucitado. Creer en el Traspasado.