Decimosegundo Domingo del Tiempo Ordinario
La pregunta
¿Quién no se ha hecho alguna vez esta pregunta: “quién dirá la gente que soy yo”? Es una pregunta adecuada para conocerse más, y creo que mejor, a sí mismo. Según la famosa ventana de Johari, todos tenemos un área ciega, es la que conocen los demás de nosotros y, sin embargo, es desconocida por nosotros mismos. Además estarían el área pública (lo que yo y los demás conocen); el área oculta (que yo conozco y los demás desconocen); y, finalmente, el área desconocida (para mí y para los demás).
Es bueno conocer lo que los demás piensan de uno mismo, para ganar en autoconocimiento. Pero no debemos confundir esta pregunta con otra que se le parece, y que puede ser altamente insana: “¿qué espera la gente de mí?”. Estamos llamados a ser nosotros mismos, no a responder sistemáticamente a las expectativas que tienen los demás sobre nosotros.
Esta pregunta, “¿qué espera la gente de mí?”, se la podrían hacer cada uno de los políticos que en esta campaña electoral nos están pidiendo el voto. Digo cada uno de los políticos, en su actuación individual, y no los partidos, porque esos tienen que ajustar su programa a lo que creen que es bueno para el conjunto de la sociedad. Hacerlo de forma seria y responsable, para que su acción de gobierno, o de oposición, se ajuste a las promesas de sus programas. Es importante para la salud de una democracia de partidos políticos, que es la que nos hemos dado.
Volviendo al texto evangélico, todos, en un momento o en otro de la vida, nos hemos hecho las grandes preguntas que afectan a la identidad personal: “¿quién soy yo, para mí, para los demás y, si soy creyente, para Dios?”.
Estas preguntas suelen surgir de manera especial en tiempo de crisis. El relato que hemos escuchado hoy se conoce como la “crisis de Cesarea de Filipo”. Jesús deja Galilea y va camino de Jerusalén. Tiene que hacer evaluación de todo lo que ha sido su actuación hasta ahora. ¿Va por el buen camino o tiene que replanteárselo? Jesús siente la necesidad de comprobar si la gente, o por lo menos sus seguidores, van entendiendo las palabras que salen de su boca, los signos que hacen sus manos y las opciones a favor de las personas que sufren. Opciones que en ocasiones quedan al margen de lo que son los usos sociales y las prescripciones religiosas.
Jesús ya se lo pregunta al Padre en la oración, así comenzaba el texto del evangelio: “Una vez que Jesús estaba orando solo…”. Quiere también la respuesta de aquellos que le siguen de cerca.
Jesús lo plantea directamente: “¿quién dice la gente que soy yo?”. Las respuestas le tendrían que haber satisfecho. Le identifican con los profetas, esas personas empeñadas en recordar la infidelidad del pueblo con Dios, empeñadas en denunciar la injusticia con el prójimo y, a la vez, empeñadas en anunciar la esperanza: Dios es siempre fiel, no abandonaría a su pueblo, enviará un mesías-salvador. Le identifican incluso con el más grande de los profetas: Juan Bautista.
Jesús da un paso más. Les pide implicarse personalmente: “y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Pedro, en nombre de todos, responde solemnemente: “El Mesías de Dios”.
La respuesta es correcta. El concepto empleado adecuado, pero hay que corregir la clave de interpretación. Esperaban un mesías liberador, que asegurara la supremacía de Israel. Jesús les recuerda el otro modo de ser mesías, el del Siervo pobre y sufriente.
Hoy Jesús te pregunta a ti, me pregunta a mí: “¿quién dices que soy yo?”. La respuesta no puede ser doctrinal: no se trata de repetir lo que dice sobre Jesucristo el Catecismo de la Iglesia Católica. Tampoco debe ser ideológica: repetir lo que dicen los que han estudiado mucho sobre los evangelios o lo que le he leído en el último libro de algún teólogo abierto al diálogo interreligioso…
La respuesta ha de ser existencial. Más desde la ortopraxis que desde la ortodoxia. La pregunta casi podría ser: “¿qué tengo que ver yo con tu vida?”. ¿Tiene que ver algo Jesús con mi vida de cada día, con mis cruces y resurrecciones? Jesús nos habla de coger la cruz de cada día, las que me presenta la existencia y también aquellas que asumo libremente para aligerar las cruces de los demás. Ese fue el estilo de vida de Jesús. Sabemos que es una opción que pasa por la cruz, pero acaba en la resurrección. La última palabra la tiene la Vida.
“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Es una pregunta que nos la tenemos que hacer al interior de las comunidades cristianas, responsables de anunciar hoy a Jesucristo y su Evangelio. Estamos preocupados porque nuestras comunidades envejecen. A los jóvenes parece que no les atrae el mensaje de Jesús, tal y como se lo presenta(mos) la Iglesia. Sin embargo, intuimos que hay una búsqueda de caminos espirituales. ¿Qué hacemos? ¿Presentamos a Jesús como un maestro de sabiduría, uno entre tantos, despojándole de lo que tenga de “Cristo”, Mesías-salvador? ¿Asumimos que en Dios se puede creer de cualquier manera, porque la “comunión” está más allá de la comunidad cristiana? ¿Asumimos que todos los modos de creer en Jesucristo son igualmente válidos? Lo importante es no dejarnos llevar por el querer ser más: eso es pan para hoy y hambre para mañana.
Son preguntas que no tienen fácil respuesta. Son preguntas que surgen de la pregunta por antonomasia: “¿Quién decís que soy yo?”. Si miramos a nuestra propia historia personal hemos de reconocer que nuestra respuesta ha tenido matices diferentes, vinculados a nuestra experiencia personal. Todas con un denominador común: la fe en Jesucristo. La fe no se puede objetivar, pertenece al ámbito personal de cada uno. Es un ámbito absolutamente sagrado, reservado a la relación Dios-creyente. Pero sí que se puede objetivar, y es el criterio de verificación, el compromiso al que nos lleva la fe en Jesucristo. Esto vale para cada creyente y también para cada comunidad cristiana. Creer en Jesús, confesarle como Mesías, es coger la cruz de cada día con la confianza de que es camino de salvación, de resurrección.