Tercer Domingo de Cuaresma
Convertirnos a la misericordia
Nos vamos acercando al ecuador de la Cuaresma. Para los que nos falla la memoria, el Evangelio nos recuerda cuál es el sentido principal de este tiempo litúrgico que nos conduce a la Pascua: la conversión. Además en nuestro arciprestazgo el lema que nos acompaña es: “Conviértete a la misericordia”.
La conversión es siempre personal, aunque pueda repercutir en las relaciones comunitarias, familiares, laborales, eclesiales, sociales,… La conversión empieza en cada uno, pero el fruto de la misma tiene una sombra más alargada.
La conversión afecta a toda nuestra existencia.
- Afecta a nuestra inteligencia, a nuestro modo de comprendernos a nosotros mismos, al mundo en el que hemos sido plantados y a la imagen que tenemos de Dios.
- Afecta a nuestra afectividad: al modo de aceptarnos y querernos; al modo de acoger y querer al prójimo y dejarnos querer por él; al modo de dejarnos querer por Dios.
- Afecta a nuestra voluntad y a nuestra capacidad o incapacidad para transformar con constancia y empeño nuestra realidad personal; también a nuestro compromiso con la transformación de la realidad social, sobre todo aquella que deviene más injusta y opresora con las personas más vulnerables.
En evangelio nos acompaña pedagógicamente en el proceso de conversión.
En el relato que hemos proclamado hoy, la primera conversión que quiere que se opere en nosotros, es en la imagen que tenemos de Dios. Jesús utiliza dos acontecimientos de la vida ordinaria.
El primer acontecimiento es de tipo político-religioso: a la ejecución de los galileos se le unió el acto sacrílego de mezclar su sangre con la de los sacrificios que estaban ofreciendo. ¿Podía haber una actividad más piadosa y más sagrada que la que estaban realizando aquellos hombres? Y, sin embargo, ¿su muerte fue querida por Dios? La sangre de los cristianos que mueren por ser fieles a su fe en países en los que el cristianismo está perseguido, ¿es querida por Dios? Los miles de personas que mueren cada día tratando de huir de los infiernos que vamos construyendo en tantos lugares de la tierra, ¿es algo querido por Dios?
El segundo acontecimiento es mucho más conocido por repetitivo: un accidente laboral que termina en la muerte de 18 trabajadores. ¿También esto es querido por Dios?
Los judíos, a pesar de que también rezaban que “el Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia”, habían internalizado la imagen de un Dios iracundo y poco misericordioso. Tales acontecimientos no podían ser más que fruto del pecado de las víctimas. Jesús insiste en que no es así.
Por un lado, no hay que hacerle a Dios responsable de lo que no le corresponde, menos aún cuando es clara la responsabilidad de las decisiones humanas.
Por otro lado, Jesús corrige la identificación del pecado con la muerte biológica. El pecado hay que identificarlo con la muerte existencial y espiritual. La muerte biológica ya nos alcanzará. No está en nuestras manos el determinar cuándo acontecerá. Sin embargo, sí que podemos hacer algo para vivir dignamente mientras tanto. A eso nos invita el evangelio: a la conversión que nos dignifica como personas y como creyentes.
Una lectura legítima de la parábola es aquella que concluye con la necesidad de dar frutos, en este caso de una conversión que sea evidente. Es una lectura comprometedora.
Este modo de pensar del amo de la viña se acomoda bien al modo de pensar más extendido entre nosotros: obsesionados por la productividad, que se traduce en rentabilidad. Daría para otra reflexión el preguntarnos: Entonces, ¿qué hacemos con los no-rentables, con los no-productivos, con los que no dan fruto? Podemos pensar en todos los colectivos que entran en la categoría de “no-rentables, no-productivos”.
Hay otra lectura posible de la parábola, también legítima: Dios es el labrador. En el labrador se nos revela el corazón paciente de Dios para con cada uno de nosotros y para con nuestro mundo (¡qué diferente sería nuestro mundo si además de mirarlo con indignación, ¡y no es para menos!, también lo contempláramos con los ojos misericordiosos de Dios). El tiempo de Dios no es el de las prisas y la impaciencia. El corazón de Dios es misericordioso frente a nuestras rigideces y exigencias que terminan por ahogar todo lo bueno que con dificultad pueda emerger del corazón humano. Convertirnos a Dios es convertirnos a la misericordia, también con nosotros mismos.
Esta parábola no nos exime de la responsabilidad personal. Estamos invitados a la conversión, a no retener el don que Dios ha plantado en cada uno de nosotros. El fruto creyente que tenemos que dar es compartir todo lo bueno que Dios ha hecho en y con nosotros. Tener con los demás la misericordia que Dios tiene con nosotros. Tenemos que convertirnos a la misericordia.