Vigesimotercer Domingo del Tiempo Ordinario
Escuchar y hablar… desde
La mayor parte de este comentario es anterior a las imágenes que hemos visto estos días y que nos han dejado sin palabras o nos han llevado a gritar de indignación. Imágenes que nos han dejado con lágrimas en los ojos y con el corazón encogido, como ocurre tantas veces cuando se apodera de nosotros la rabia de la impotencia.
A mí me ha afectado emocionalmente porque me ha traído a la cabeza y al corazón diciembre de 1992, cuando en el convento-noviciado de San Viator de Eskoriatza acogimos a 22 personas refugiadas de la guerra de los Balcanes. De ellas 21 personas eran bosnias (musulmanas) y 1 serbia (cristiana ortodoxa). Fueron dos años y medio de convivencia y de acompañar el sufrimiento de aquellas personas que seguían los acontecimientos por la TV y trataban de contactar con sus familiares a través de la red de radioaficionados. No teníamos los medios de comunicación inmediata que hay hoy día. Poco a poco se fueron integrando en el pueblo. La mayoría volvió a su tierra cuando lo permitieron las circunstancias.
A la luz del evangelio de hoy nos podemos preguntar: ¿Estamos escuchando los gritos de tantos hombres y mujeres que huyendo de la guerra, del hambre y de la persecución se están acercando a nuestras fronteras?
Nuestros gobernantes, los que tienen mayor capacidad de decidir sobre las opciones políticas y económicas, sobre las políticas sociales que hay que seguir en estos casos, ¿están escuchando esos gritos? ¿Nosotros les estamos ayudando a que los escuchen o, por el contrario, con nuestro voto, por un lado, y con nuestra indiferencia, por otro, estamos haciendo que ellos también pasen? ¿Estamos movilizándonos en la medida de nuestras posibilidades?
Si lo estamos haciendo, ¿desde dónde? ¿cómo? Es muy importante saber desde dónde hablamos y callamos, desde dónde escuchamos y ensordecemos, desde dónde actuamos y cómo. Nosotros queremos hacerlo desde el Evangelio. De las tragedias humanas también se suele buscar provecho propio.
Estos días en que las vacaciones dan para seguir la actualidad con más atención, observaba cómo en las redes sociales, esos medios potentes de la información y de la confusión, se hacía comparaciones entre Auschwitz y agosto de 2015, entre la España de 1939 y lo que ocurre en las fronteras de los diferentes países de Europa. Parece que la imagen de Aylan Kurdi nos ha devuelto la cordura de no hacer de todo esta catástrofe humanitaria una bandera partidista para no sé qué. No soy tan ingenuo como para pensar que todo esto ha emergido de la nada, de repente, sin que haya unos responsables de decisiones cortoplacistas mal tomadas. ¡¡Ay las primaveras verdes!!
Hay voces que quieren buscar el purismo en la ayuda humanitaria ante estas catástrofes. Son personas, no digo que no tengan razón, que están levantando su voz contra el neoasistencialismo. Una vez más es la sociedad civil la que tiene que hacerse cargo de los desaguisados que montan los políticos de turno, a los cuales les pagamos entre todos para que hagan bien la tarea que les hemos asignado. No suele ser así en política exterior y tampoco interior. Esas voces también suelen quejarse cuando perciben que se va instalando poco a poco la beneficencia entre nosotros. Casualmente ayer, 5 de septiembre, aniversario de la muerte de la Madre Teresa de Calcuta, se celebró el Día internacional de la beneficencia, instituido en 2012. Esas voces nos previenen de que las campañas en que nos invitan a la ciudadanía a ser solidarios, no nos deberían despistar de lo fundamental: reclamar una distribución equitativa de la riqueza para que nadie tenga que echar mano de los recursos asistenciales, que siempre tendrían que ser excepcionales. Pensemos que entre nosotros se está institucionalizando la campaña anual de recogida de diversos productos para proveer de recursos a los Bancos de Alimentos. Será necesario, pero hemos de reconocer que no es normal.
Hay personas que han entrado en el debate de si los sirios que están huyendo de su país son refugiados o son inmigrantes. Como si ser lo uno o lo otro fuera más importante que ser persona. Eso es lo fundamental, que son personas. Razón más que suficiente.
Son reflexiones que no podemos ignorar y ante las que no podemos sentirnos ajenos. Pero tampoco nos podemos dejar atrapar por ellas. Se pueden convertir en ruidos que nos impidan oír los gritos de tantas personas que hoy reclaman nuestra acogida. Ante este reclamo no podemos permanecer mudos. Tendremos que decir una palabra, aunque no sea más que una y breve: sí o no.
Desde el Evangelio, desde el querer seguir a Jesús, no hay más que una respuesta posible: sí. Nos lo están recordando esos que decimos que permanecen impasibles ante el dolor humano: nuestros obispos. Creo que tenemos que estar orgullosos de la pronta reacción de la Iglesia en las diferentes diócesis europeas. Orgullosos por los mensajes y orgullos por los hechos concretos que se van consolidando en diferentes lugares. Solemos decir, con razón, que la Iglesia somos todos. Buen momento para que quede patente. Cada una y cada uno tendremos que responder con nuestro compromiso.
Jesús también se comprometió con el sordomudo para liberarle de lo que le oprimía: “le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua”. Al hacerlo participó de la impureza de aquel hombre. La encarnación, comprometerse con lo humano, fue el estilo elegido por Dios. Dios se abrió al mundo en Jesús. Jesús se abre al mundo desde Dios: “mirando al cielo, suspiró y le dijo: effetá”.
Jesús se comprometió con los necesitados que le salían al paso desde Dios: “mirando al cielo”. Jesús escuchaba, hablaba y actuaba desde Dios. Nosotros, ¿desde dónde lo hacemos?
Nosotros, los que “no somos sordomudos”, nos tenemos que preguntar: ¿Desde dónde escuchamos? ¿Desde dónde hablamos?
No debemos olvidar que el prójimo más cercano somos nosotros mismos: ¿Me escucho? ¿Sé cuáles mis aspiraciones más hondas? No se trata de hacer un ejercicio narcisista de escucharse a sí mismo para regodearse en las propias grandezas o para hundirse en las propias miserias. Es una invitación a escucharnos desde Dios: ¿no decimos que Dios habita en nosotros, que es lo más íntimo de nuestra propia intimidad? Estamos invitados a abrirnos a nosotros mismos desde Dios. Escucharnos desde Dios para hablar desde él, no sólo desde nuestra coherencia de vida, que siempre nos puede hacer enmudecer.
Nosotros, los que “no somos sordomudos”, a la luz del Evangelio, nos tenemos que preguntar: ¿Cuáles son nuestras sorderas? ¿Cuáles los gritos que no queremos escuchar? ¿Cuáles son los silencios que guardamos? ¿Cuáles las palabras que no queremos pronunciar?
Estamos invitados a escuchar a nuestro mundo desde Dios, porque como nos recordaba el Concilio Vaticano II: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de las personas de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón”.
Tenemos que escuchar todo lo humano desde el corazón de Jesús. Tenemos que tener una palabra desde la sensibilidad de Jesús. No estamos sordos. No somos mudos. Ante los problemas de nuestro mundo, queremos escuchar y hablar… desde Dios.