Oraciones al caer de la tarde

PEDRITO

Cada vez que me cruzo con Teresa y Hervé…
Cada vez que contemplo al renacuajo Benito sentado en el polvo jugando a transportistas con una lata vieja…
Cada vez que el viejo Patrice o su señora, cuyo nombre todavía no conozco, trajinan en la cocina o por los alrededores…
Cada vez que Paulina, una adolescente muy guapa, me dice «buenos días, Carlos», sonriendo amablemente… me viene al recuerdo mi amiguito Pedro, el hermano e hijo difunto.
El pequeño Pedro no vivió mucho, es verdad, pero seguro que sufrió en cantidad…
Estaba enfermo, sufría de la epilepsia… Sin contar las enfermedades tan corrientes en los pequeños de su edad…
Parecía que había superado sus numerosas crisis… y el señor Patricio puso en la escuela a su Pedrito… ¡Había que verle, Señor!
Con su pantaloncito color caqui, su camisa del mismo color, su cartera-mochila y, sobre todo, con su cabecita llena de luz, iluminada por la de sus ojos…
—Mira, mira —me decía alguien muy a menudo— sólo le falta la rajita para depositar monedas!
Nos recordaba cuando era más pequeñito, a las huchas de nuestras infancias misioneras… Tenían la forma de un chinito, un indio o un pequeño…
Cada mañana era una fiesta verle alejarse con paso decidido camino de la escuela. Parecía tener prisa por recuperar los años perdidos…
Pero aquella gozosa visión —Pedrito con su trajecito-uniforme y su mochila a la espalda y la satisfacción inundándole la cara— no se repitió demasiado… ¡Dios mío!
Alguien, como quien no dice nada importante, comentó en la mesa: ¿Quién va a asistir al funeral del hijo de Patrice?
Me sobrecogí de pena cuando me enteré que Pedro había fallecido. Y, en parte, la forma de llamarle: el hijo de… fue lo que me pesó más… ¡Mi pobre Pedrito!
Fue a las dos de la tarde en el Foyer. Hacía un calor increíble. Transportaron el ataúd —humildísimo— de la casa al templo. Allí estaba como dormido…
Lo que más me sorprendió fue la postura de su padre. El rostro contraído, parecía serenidad, pero era dolor contenido. No era cuestión de dejar brotar las lágrimas… Yo, en cambio, no pude retenerlas…
Se mezclaron con el sudor de mi rostro. Por más que cerré los ojos… no pudo ser. Las lágrimas me brotaron abundantes.
Sin embargo, algo había de una cierta alegría. Ya estaba. Pedro ya no sufriría más. En cuanto acabó la breve ceremonia, escapé sin saludar a nadie…
Cada vez que pienso en él, me lo imagino como le conocí… Y la pena se entremezcla con un gozo muy refinado. No sé, Señor, si es justo, si es normal. Pero al verle jugando, un angelito negro, con los demás (¡nunca cambiaré, mi imaginación es muy infantil…!), me invade la alegría…
No sé por qué esta noche se me ha ocurrido hablarte de mi amiguito Pedro…
Seguramente que ha sido una inspiración tuya. Cada vez, desgraciadamente, me siento un poquillo menos niño… Y sé que «si no me parezco a uno de ellos, tendré problemas para entrar en tu Reino»… Consérvame infante, a pesar, como tantas veces te he rezado, a pesar de las canas, de las arrugas, de los incipientes achaques de la edad… ¡Buenas noches!

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