Cuarto Domingo del Tiempo Ordinario
La Palabra de Jesús libera
En el Jordán vimos a Jesús, como a un judío más, en la fila de los pecadores, esperando a recibir el bautismo de Juan. En ese momento y en ese contexto, en el que se había hecho uno con el pueblo que, arrepentido, buscaba la purificación, cuando se le revela y se nos revela la identidad más profunda de Jesús: ser el hijo amado de Dios, su predilecto.
Hoy vemos a Jesús, como a un judío más, en la sinagoga de Cafarnaún. Como un judío más Jesús va a cumplir con el precepto religioso del sábado. Asiste a la celebración comunitaria semanal. Esa celebración, que alimenta la fe de los judíos, les da identidad como pueblo elegido: ser el pueblo amado de Dios, su predilecto.
Podemos retener este dato. Algo tan sencillo como la celebración comunitaria semanal, antes y ahora, en el judaísmo como en el cristianismo, ha alimentado la fe de los creyentes de todos los tiempos. Por eso no debemos despreciar la celebración dominical de la eucaristía. Si hubo tiempos, no hace tantos años, en que el no ir a misa el domingo se consideraba que era algo muy grave, materia de confesión, ahora hemos caído en el extremo contrario: no valorar suficientemente la importancia de juntarnos con otras cristianas y cristianos para celebrar comunitariamente nuestra fe. Es uno de los signos de identidad como seguidores de Jesucristo y como miembros de su Cuerpo, la Iglesia. Además la experiencia nos dice que se empieza por dejar la misa dominical -una de sus dimensiones es ser signo de pertenencia a la comunidad local-, se sigue prescindiendo de la Iglesia para terminar olvidándose de Dios.
Siempre nos podemos escudar diciendo que nuestras asambleas dominicales, tal y como se celebran, nos dicen muy poco, que se fomenta la pasividad, que todo está muy ritualizado, que algunas de las oraciones que se utilizan son casi ininteligibles, que las homilías hacen mover las posaderas, pero no hacen arder los corazones, como pide el Papa Francisco en su exhortación “La alegría del Evangelio”.
No debía ser muy diferente en tiempos de Jesús, ya que el evangelio subraya que “se quedaron asombrados de su enseñanza”. Sin embargo, Jesús sí que valoraba la celebración comunitaria de los sábados. Jesús participa de la celebración del y con el pueblo. Lo hace de forma activa, toma la palabra, enseña, comunica lo que él va descubriendo de Dios y se lo ofrece a los demás: Dios es un Padre bueno; Dios nos ha creado para que seamos dichosos y felices; Dios nos quiere bienaventuradas; Dios quiere que todas las personas puedan vivir con dignidad.
Su mensaje resultaba novedoso, diferente a las predicaciones que se escuchaban habitualmente. Era novedoso por el contenido y por la forma. Jesús, además de predicar, daba trigo, como se suele decir popularmente; es decir, sus palabras iban acompañadas por las obras; a su mensaje liberador, le acompañaban signos de liberación.
Hoy se nos narra uno de estos signos. En el lenguaje de la época se nos habla de un espíritu inmundo. Hoy tal vez hubiéramos hablado de algún trastorno mental o de alguna enfermedad de tipo neurológico, como la epilepsia. Todavía hoy en día en algunas culturas de se sigue relacionando está enfermedad con la posesión demoníaca; es más, en algunos lugares los enfermos que la padecen suelen ser condenados a permanecer atados.
Sea lo que sea, sin descartar la posesión demoníaca (por sus continuas referencias el Papa Francisco le ha vuelto a dar carta de naturaleza), aquel hombre es liberado de aquello que le oprimía, es sanado de su enfermedad. Para eso ha venido Jesús, para devolvernos a cada uno la dignidad perdida. También a ti y a mí.
Sabemos que los procesos de liberación, sean individuales o colectivos, sean personales o comunitarios, son ambiguos e incluso en ocasiones son dolorosos… a pesar de que el objetivo final, la liberación, sea bueno.
Jesús no se dejó engañar. El poder del mal cuando se apodera de nosotros utiliza toda clase de estratagemas para no ser desenmascarado. La confesión de fe por parte del espíritu inmundo, “eres el Santo de Dios”, no le confundió a Jesús. Frente a las palabras -buenas, correctas y verdaderas- estaban los hechos que quería disfrazar: el sufrimiento de aquel hombre. El problema no estaba en las palabras, sino en los hechos, como tantas veces ocurre.
Es interesante la pregunta que le hace el espíritu inmundo a Jesús: “¿qué quieres de nosotros? ¿Has venido a acabar con nosotros?”. Pues claro. Jesús ha venido a acabar con todo lo que oprime a la persona. Ha venido a quitar el pecado del mundo. Ha venido a exorcizar todo aquello que nos impide ser y desarrollarnos como humanos. Ha venido a devolvernos la dignidad de hijos de Dios.
Después de haber acogido este relato evangélico en nuestro corazón, nos podemos preguntar: “¿Qué autoridad tiene el Evangelio de Jesús sobre mi vida?” ¿No lo sabes? Prueba de verificación: la liberación que se opera en ti. La fe la debemos experimentar como sanación, como salvación. La Palabra de Jesús libera.