COMENTARIO a la PALABRA DOMINICAL – Anjelmaria Ipiña

Segundo Domingo del Tiempo Ordinario

Quedarse con Jesús merece la pena

 El domingo pasado finalizamos el tiempo de Navidad, con la celebración del Bautismo del Señor. Ahora nos dirigimos hacia la Cuaresma-Pascua por las sendas del tiempo ordinario. Durante los próximos domingos podremos seguir a Jesús en su vida pública de la mano del San Marcos, aunque el texto de hoy pertenezca al evangelio de San Juan.
La vida ordinaria de Jesús iluminará, domingo a domingo, nuestra vida ordinaria, la vida de cada día.Hablar de la vida ordinaria es hablar de lo más importante. Porque es en la vida ordinaria donde se nos da todo lo que vivimos: las alegrías y las penas, las conquistas y los fracasos, la reconciliación y la ruptura,… todo lo que vivimos de bueno y de menos bueno. Es en la vida ordinaria donde se nos da la oportunidad de ser felices o desgraciados. La felicidad más honda es la que se construye a base de cosas pequeñas de cada día. Los acontecimientos especiales son eso, especiales, y se dan de muy de vez en
cuando.
En este segundo domingo del tiempo ordinario se nos presenta la narración de una invitación, la que les hace Juan Bautista a sus discípulos para que sigan a Jesús. También nosotros hemos recibido esa invitación. No estaría de más que de vez en cuando recordáramos, pasáramos por el corazón más que por la cabeza, aquellas personas que han sido nuestros Juanes Bautistas, esas personas que de modos y en momentos diferentes nos han invitado a seguir a Jesús. Recordarles y darle gracias a Dios por ellas.
Cada día se nos renueva la invitación de seguir a Jesús. No es suficiente con haber recibido el bautismo desde la más tierna infancia. No es suficiente con que nos hayamos criado en un ambiente familiar cristiano. Ni siquiera es suficiente que digamos que seguimos creyendo. Cada día tenemos que dejarnos sorprender por el “venid y veréis” de Jesús. Cada día tenemos que ir y “quedarnos” con Jesús.
Hay muchos modos de quedarnos con Jesús. La oración es una experiencia privilegiada, porque es en nuestro interior donde podemos encontrar lo que buscamos fuera; porque es donde nos podemos mirar a nosotros mismos en el espejo del Evangelio; porque es la que nos lleva a la vida y a invitar a otras personas a que hagan la experiencia de conocer a Jesús.
No podemos ser ingenuos. Tenemos que cuidar nuestro ser cristianos, porque el cristiano no nace, se hace. Es verdad que ser cristiano es puro don, porque es respuesta a una vocación, pero no es menos cierto que nos toca cuidar ese don. Lo decíamos la semana pasada: cuidar la semilla de la fe que se ha plantado en nosotros en el bautismo.
Sabemos por experiencia que otras personas, que fueron bautizadas igual que nosotros, comenzaron abandonando la práctica religiosa, la relación con la comunidad cristiana, con la Iglesia, y, finalmente, abandonaron la fe y el seguimiento a Jesús. En otras épocas nos ayudaba el ambiente cultural y social. Hoy no, al contrario. Pero, antes como ahora, ser cristiano es responder personalmente a Jesucristo.
“¿Qué buscáis?” es la pregunta que les hizo Jesús a aquellos discípulos de Juan que le seguían.
Segundo Domingo del Tiempo OrdinarioSi hiciéramos una encuesta de qué es lo que busca la gente, estoy seguro de que mayoritariamente la respuesta sería: “la felicidad”. Felicidad para nosotros mismos, felicidad para las personas que queremos. Felicidad para todo el mundo, si es que esto fuera posible.
Consciente o inconscientemente cada persona recorre aquellos caminos que cree le van a conducir a la felicidad: para unos será la acumulación de saberes; para otros será el ejercicio del poder; para otros será la vivir en una buena situación económica; para otros tener prestigio profesional o destacar en algún aspecto,… para otras personas ser feliz será poder llevar una vida sencilla, sin estridencias, tratando de hacer el bien que está en sus manos, poder decir que su paso por este mundo ha sido un regalo para los demás, porque ha dejado un mundo mejor del que había encontrado… Nosotros confesamos que Jesucristo es la fuente de la felicidad. Hemos escuchado el “venid y veréis”.
Nos hemos acercado al Evangelio y hemos experimentado que la plenitud de vida que nos trae Jesús se la ofrece a toda la Humanidad, de manera especial a los más necesitados y empobrecidos. Ha sido una razón más, razón muy importante, para quedarnos con él.
El evangelio de Jesús trae liberación para los más necesitados y empobrecidos, entre los que se encuentran las personas que, por unas razones o por otras, se han visto obligadas a migrar de sus países de origen. Hoy en la Iglesia Católica les recordamos con especial afecto y oramos por esas personas.
Extractamos algunas de las palabras del mensaje del Papa Francisco para esta Jornada mundial del migrante y refugiado:
“…La Iglesia sin fronteras, madre de todos, extiende por el mundo la cultura de la acogida y de la solidaridad, según la cual nadie puede ser considerado inútil, fuera de lugar o descartable. Si vive realmente su maternidad, la comunidad cristiana alimenta, orienta e indica el camino, acompaña con paciencia, se hace cercana con la oración y con las obras de misericordia.
Todo esto adquiere hoy un significado especial. De hecho, en una época de tan vastas migraciones, un gran número de personas deja sus lugares de origen y emprende el arriesgado viaje de la esperanza, con el equipaje lleno de deseos y de temores, a la búsqueda de condiciones de vida más humanas. No es extraño, sin embargo, que estos movimientos migratorios susciten desconfianza y rechazo, también en las comunidades eclesiales, antes incluso de conocer las circunstancias de persecución o de miseria de las personas afectadas. Esos recelos y prejuicios se oponen al mandamiento bíblico de acoger con respeto y solidaridad al extranjero necesitado.
Por una parte, oímos en el sagrario de la conciencia la llamada a tocar la miseria humana y a poner enpráctica el mandamiento del amor que Jesús nos dejó cuando se identificó con el extranjero, con quien sufre, con cuantos son víctimas inocentes de la violencia y la explotación. Por otra parte, sin embargo, a causa de la debilidad de nuestra naturaleza, “sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor” (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 270)…”.

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