Segundo domingo de Navidad
Jesús: Palabra definitiva de Dios
En este segundo domingo después de Navidad nos sale al encuentro la misma Palabra de Dios, el mismo pasaje evangélico, que se proclamaba en la misa del día de la Natividad del Señor. Parece como que la Iglesia, a través de la liturgia, no quiere que nos olvidemos del gran Misterio que estamos celebrando: el nacimiento del Hijo de Dios. No se trata de cualquier nacimiento.
No estamos ante un texto fácil de entender. No tiene el carácter narrativo de otros pasajes del evangelio que hemos escuchado estos días, y que con facilidad nos acercaban a la humanidad de Jesús y despertaban en nosotros la ternura ante un Dios que ha elegido un modo tan natural de hacerse uno de los nuestros: nacido de mujer y entre los marginados de la historia.
El llamado prólogo de Juan es un himno cristológico que nos recuerda que Jesucristo es la Palabra definitiva de Dios a la Humanidad. Es la Palabra definitiva. Otras palabras nos pueden ayudar a comprender la grandeza de esa Palabra, pero no la pueden sustituir ni ensombrecer.
Es la Palabra definitiva que estaba junto a Dios en el momento impresionante del “hágase” primero de la creación, y que, ¡esto sí que es impresionante!, ha querido estar junto a nosotros, asumiendo nuestra condición, para recrearnos y mostrarnos el proyecto original del Padre para cada uno de nosotros y para todos los hombres y mujeres.
Jesucristo es la Palabra que estaba junto a Dios y era Dios. Jesucristo es germen de vida y luz para todos los hombres y mujeres. Que Jesucristo sea la Palabra definitiva de Dios no es una pretensión exagerada, aunque nos cueste acogerlo. Esta afirmación hoy no es políticamente correcta, porque parece que estamos haciendo de menos a otras tradiciones religiosas o a otras sabidurías humanas o con pretensión de divinas. No es una afirmación políticamente correcta, pero en mantenerla se juega nuestro vivir en la luz o seguir en la tiniebla, acogerle a Jesucristo en nuestra casa o no recibirle, creer que Dios ha acampado en medio de la Historia o no.
Estos días en algunos círculos ha sido muy comentada la homilía del día de Navidad de un obispo. La misma fue recogida por la prensa y por eso ha tenido más eco. En la homilía se nos ponía en alerta sobre algunas herejías que se dieron en el cristianismo primitivo y que se pueden rebrotar en nuestros días. Citaba sólo tres de ellas: el docetismo, el arrianismo y el nestorianismo. El docetismo minusvalora la humanidad de Jesús. El arrianismo minusvalora su divinidad. El nestorianismo, por su parte, no entiende que en la misma persona puedan coexistir la naturaleza humana y la divina. La que más le preocupa al obispo es el arrianismo, despojar a Jesucristo de su divinidad. Hacer de la cristología una jesusología. Es legítima la preocupación de un obispo por la recta doctrina, es una de las funciones que se le ha encomendado: el oficio profético o ministerio doctrinal.
La preocupación mayor no tendría que ser que Jesucristo entre “correctamente” en nuestras cabezas, siendo esto importante, sino que le permitamos que entre en nuestra vida y que ésta quede transformada según su Palabra. No vaya a ser que detrás de las confesiones más ortodoxas se esconda nuestro ateísmo más militante, decidir qué parte de mi vida no va a acoger la Palabra de Dios, porque eso me compromete y parece que me complica.
También circulaba por las redes sociales un breve artículo de un prestigioso teólogo que trataba de explicar el dogma cristológico según el cual en Jesús hay una sola persona con dos naturalezas. A nosotros puede ser que esa cuestión ni nos vaya ni nos venga. Las reacciones vinieron del mundo de la ciencia, de la neurofilosofía y, desde los no-creyentes. Entre las reacciones hubo una que me impresionó y de la que recojo solo parte de un párrafo: “…los famosos dogmas de la Iglesia pasarán a la historia por sustracción de materia. Al transcurrir varias generaciones, ni se nombrarán ni se acordarán de ellos. No hay más realidad que la ignorancia religiosa de los fieles”. Me impresionó y me dio qué pensar.
Es mucho lo que está en juego. Intelectualmente, por supuesto. Hasta en eso mostramos síntomas de debilidad. Pero sobre todo existencialmente. ¿Es para mí Jesucristo la Palabra definitiva de Dios a la Humanidad y para mi humanidad?
No es baladí lo que está en juego. A no ser que pensemos que Jesús no es más que un maestro de sabiduría, uno más entre los que ha habido a lo largo de la historia. Además podríamos decir que hasta mediocre, porque no tiene discursos muy elaborados ni muy profundos ni siquiera con estética literaria. A los que les parece que hablar de Jesús como “maestro de sabiduría” es poco, porque es muy intimista y poco comprometido con el prójimo y el entorno, tal vez prefieran hablar de Jesús como profeta, como uno de los grandes profetas de la historia. En cualquier caso, no estaría a la altura de Gandhi, Luther King o Mandela, que vieron en vida el fruto de su resistencia no-violenta a sistemas civiles injustos. El movimiento de Jesús que ha hecho historia fue después de su muerte.
Jesús, el Cristo, es la Palabra definitiva. Jesús, el Cristo, es luz y sabiduría. Jesús, el Cristo, es vida y profecía. Jesús, el Cristo, es el Hijo de Dios. Si Jesús no es el hijo de Dios, ¿tampoco lo somos nosotros? No es una cuestión teórica. Cada uno y cada una se tendrá que responder: ¿cómo me vivo yo con respecto a Dios? ¿quién soy yo para Él? Es más fácil la pregunta de siempre: ¿quién es Dios para mí? Pero ni en este caso valen sólo las respuestas aprendidas, sean en el catecismo o en los manuales de la teología más moderna.
¿Puedo confesar, aunque sea con temor y temblor, o postrado en adoración, que acojo a ese Niño, llamado Jesús, como Hijo y Palabra definitiva de Dios?