COMENTARIO a la PALABRA DOMINICAL – Anjelmaria Ipiña

Trigesimoprimer Domingo del Tiempo Ordinario

Dios se hace cargo de nuestros difuntos

Algunas de las personas que estuvieron ayer en la celebración de la eucaristía tal vez hayan pensado que nos hemos equivocado alguno de los dos día, hoy o ayer, ya que se repiten dos de las tres lecturas: la primera carta de Juan, en la que se nos recuerda nuestra condición de hijos, y la lectura de las bienaventuranzas, el camino de felicidad y dicha propuesto por Jesús.

No ha habido confusión. Está hecho a propósito, ya que entre las diferentes lecturas propuestas para el día de hoy están las que hemos elegido. Está hecho a propósito, pero no para castigar a las personas que vinieron ayer a celebrar la Eucaristía, sino para subrayar que la solemnidad que celebrábamos ayer, la de todos los santos, y la conmemoración de hoy, por los fieles difuntos, están íntimamente unidas.

Ayer decíamos que la solemnidad de todos los santos era para a la gente sencilla y que han sido modelo de vida para nosotros. Probablemente los hemos conocido en nuestra misma casa o entre familiares, vecinos o amigos. Gente que no ha sobresalido mucho en nada, más que en una cosa: saber vivir y amar. No hacía falta que dijeran mucho para que se percibiera en su vida la encarnación del evangelio. Sus palabras, muchas o pocas, y sus obras, sencillas o vistosas, nos recordaban a las de Jesús. Su talente existencial nos ayudaba a reconocer el paso de Dios por su historia y por la nuestra.

A todas esas personas volvemos a recordar hoy. Lo hacemos desde el agradecimiento. Nuestra vida no se entiende sin la suya. Nos sentimos vinculados a ellos y los sentimos vinculados a Dios. Nosotros no gozamos ya de su presencia, pero los sabemos presentes en Dios. Cada vez que los recordamos, que se vuelven a hacer presentes en nuestro corazón, no sólo en nuestra memoria, los sentimos vivos en el corazón de Dios. Su memoria no se ha perdido en la nada, por eso estamos aquí. No se ha perdido su memoria ni lo que han sido: viven eternamente en Dios, junto a su Creador. Ahora ya, como hemos escuchado en la primera lectura, viven en la abundancia de la mesa compartida, en la alegría sin fin de verse liberado de todo sufrimiento. Ahora gozan del amor de Dios, amor que sentimos que llega hasta nosotros, del mismo modo que lo teníamos cuando gozábamos de su presencia.

Estas palabras que estoy diciendo tal vez nos cuesten entender. Nuestra mentalidad racionalista quiere hechos y no palabras. Con esto pasa como con la fe, o se tiene experiencia de ella o si no toda palabra es vana. Si creemos que la vinculación con los que nos han precedido se rompe con su último suspiro, todo lo que os diga yo, o cualquier otra persona, no va a servir de nada. Ya hemos hecho la apuesta por la nada frente a Dios. Es más cómodo. Dios compromete.

Mis palabras tampoco quieren ser palabras para que nos consolemos fácilmente. Los cristianos también sentimos la pérdida de nuestros seres queridos y lloramos. Lloramos más por nosotros, y por el hueco que dejan en nuestras vidas, que por ellos, que sabemos que los hemos dejados en muy buenas manos: en las manos del Dios que se nos ha sido revelado en Jesucristo, en Jesús resucitado. Jesús que tiene que pasar él mismo por la experiencia de la muerte.

Recordar a nuestros difuntos no nos tiene que llevar sólo a poner el acento en el más allá, una vez concluida nuestra peregrinación en la vida. Al contrario, nos tiene que ayudar a profundizar más en cómo queremos vivir este tramo de la existencia de la que somos absolutamente responsables. Contamos desde ahora con la ayuda y la presencia de Dios, pero éstas son absolutamente inútiles frente a nuestra libertad, si es que las rechazamos.

Jesús fue un hombre que hizo la apuesta por vivir a fondo su existencia desde Dios. Eso no le libró de las dificultades y de los conflictos, al contrario. El poder del mal, yo no soy tan atrevido como el Papa Francisco que habla del diablo a todas horas y sin ningún complejo, no se lo puso fácil. Sabemos de la potencia del poder del mal, lo estamos viendo en nuestra sociedad. Jesús comprendió que vivir a fondo la existencia desde Dios es vivir a favor de los hermanos, de manera especial a favor de los más necesitados y marginados, esos que no tienen sitio más que en los márgenes de la sociedad o en las vallas de nuestras fronteras, no sólo geográficas.

Jesús vivió a fondo desde Dios, pero eso no le libró de la muerte. La tuvo que asumir como nosotros. Con las mismas claves de lectura.

31º domingo del tiempo ordinarioAsumir la muerte biológica. Esa que solemos decir muchas veces que no tememos. Porque, como decía José Luis Martín Descalzo: “Morir es sólo morir. Morir se acaba”.  Seguramente hay sinceridad en nuestras palabras, hasta que esta sociedad angustiada en la que nos ha tocado vivir nos sobresalta con noticias como esta: “personal de enfermería del hospital Carlos III que han estado atendiendo casos de ébola denuncian la marginación a la que son sometidos por compañeros, familiares e incluso los propios padres”. No tenemos miedo a la muerte.

Miedo al sufrimiento más que a la muerte. Matizamos. No es un matiz menor. Jesús asumió el suplicio inhumano de la cruz. Libre como era, y lo había demostrado con creces, podía haber optado por ahorrárselo. Llegó hasta el final.

El sufrimiento mayor: una vida sin sentido. Se puede llegar al final de la existencia, aunque sea después de una larga vida, con buena salud y buenas facultades mentales y no poder decir, como Neruda: “confieso que he vivido”. No fue el caso de Jesús. Vivió a fondo, dándose por completo, pero al final, en la cruz, el sentido último de su vida se lo confió a Dios: “en tus manos encomiendo mi espíritu”, todo mi proyecto vital. El Padre se hizo cargo de él y lo resucitó. Del mismo modo, creemos que Dios se ha hecho cargo de todos nuestros difuntos.

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