Trigesimosegundo Domingo del tiempo ordinario
La apuesta de Dios por la vida
Todavía resuena el eco del mensaje de la Palabra de Dios del domingo pasado: “¿cómo subsistirían las cosas si tú no lo hubieses querido? ¿Cómo conservarían su existencia, si tú no las hubieses llamado? Pero a todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida”. El hilo conductor de todo el Evangelio es el mismo: que Dios es amigo de la vida, que la suscita y la defiende. Hoy se concreta en las palabras de Jesús a los saduceos: “No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos”.
En el evangelio se nos presenta la controversia de los saduceos con Jesús. Los saduceos eran los miembros de la clase alta de la sociedad judía, a pesar de que entre el pueblo llano los fariseos tenían mayor influencia religiosa. Los conquistadores buscaron el apoyo de los saduceos para poder someter al pueblo. Eran colaboracionistas que se sometían al poder extranjero, ya fueran griegos o romanos, y adoptaban sus modas y cultura. Esta sumisión al poder les permitía tener los cargos públicos más importantes: por ejemplo el cargo de sumo sacerdote, además de ocupar la mayor parte de los puestos en el sanedrín. En el aspecto religioso, eran conservadores, no creían en la inmortalidad del alma ni en la resurrección; no aceptaban más libros sagrados la Ley de Moisés, contenida en la Tora o Pentateuco: los cinco primeros libros de la Biblia.
Los saduceos quieren ridiculizar a Jesús, y de paso a todos los creían en la resurrección, por ejemplo los fariseos. Le proponen un ejemplo que no tiene fácil respuesta desde el punto de vista racional. No entramos a juzgar las bondades o maldades de la ley del levirato, los pros y los contras de una legislación religiosa que, a la vez que trataba de proteger a la mujer, la hacía dependiente del varón de forma definitiva, incluso en el caso de la defunción del esposo. Hay mujeres que ante este texto suelen exclamar: ¡por lo menos le dejarán decir una palabra a la mujer, para saber qué o a quién quiere ella!, ¿no?.
Jesús no entra en ese juego. No quiere mezclar lo que es legislación para la convivencia humana mientras peregrinamos por esta vida, con lo que vendrá después de la muerte. Lo que venga después no es continuidad mecánica de lo que vivimos ahora. Entramos en la esfera de Dios, no sabemos cómo será, pero sabemos que será bueno. No puede ser de otro modo, si nos fiamos de la palabra de Jesús.
La trampa que le tienden a Jesús, aclarar algo que no puede estar sometido a lo meramente racional, es la misma que nos tienden en muchas ocasiones a los creyentes, cuando confesamos nuestra fe en la resurrección o cuando afirmamos la existencia de Dios. Nos piden pruebas que justifiquen nuestras afirmaciones, explicaciones científicas, demostraciones racionales, algo que se pueda verificar empíricamente. Al igual que Jesús, no podemos caer en la trampa de querer explicar algo que siendo muy razonable no queda constreñido al conocimiento limitado por la razón.
Hoy se tiende a reducir el saber al conocimiento racional, éste al que viene de mano de las ciencias, teniendo prioridad las naturales frente a las sociales. Da la impresión de que sólo hay un saber fiable: el racional. Sin embargo, al mismo tiempo, se convierten en superventas los libros que hablan de las inteligencias múltiples, entre las que se va abriendo paso poco a poco la inteligencia espiritual.
A Jesús no le preocupó el no dar o no saber dar una respuesta concreta al tema que le planteaban, él les quiso llevar mucho más allá, desde lo que ya sabían: que el Dios en quien creían era un Dios de vivos. Eso era lo fundamental, lo otro era secundario.
De la misma manera, a nosotros no nos debe preocupar el saber dar una respuesta concreta a todas las objeciones que nos hacen sobre nuestra fe. Como diría Pascal, “el corazón tiene razones que la razón no puede comprender”. Lo importante es que los creyentes vivamos íntimamente convencidos de que la vida que surge en nosotros viene de Dios. Lo importante es que nuestro modo de vida, nuestras opciones, nuestras preocupaciones y nuestras ocupaciones hablen por sí mismas del Dios de la vida.
A los cristianos se nos ha acusado, en ocasiones con razón, de preocuparnos más del futuro que del presente: de la muerte que de la vida. No debería ser así. Al contrario, tendríamos que tomar conciencia de que lo que lo que imaginamos del futuro (sea cielo sea infierno) lo empezamos a gestar aquí, aunque lo que vaya a ser lo recibamos como regalo gratuito de Dios. La resurrección es la verdadera justicia de Dios.
Nuestro mejor testimonio de fe en la resurrección pasa por la defensa de la vida en todas sus formas. Suscitar esperanza de vida en aquellas personas que la han perdido. Empeñarnos en hacer un mundo más justo más reconciliado. Sembrar reconciliación en el pequeño mundo que se nos ha regalado: uno mismo, el prójimo, la naturaleza… y también con el Dios de la vida.
Nos acercamos al adviento, la Iglesia nos invita a fijar nuestra mirada en el futuro, en lo nos espera, que no es la muerte, a pesar de parecer que es lo más evidente, porque la apuesta de Dios es por la vida.