Cuarto Domingo de Pascua
Recibir vida y comunicarla
El cuarto domingo de Pascua, día del Buen Pastor, solemos celebrar la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. Fue instituida por Pablo VI, en 1964, cuando entre nosotros las casas de formación, seminarios o noviciados, estaban a rebosar. Dato tomado de internet, pero fiable: en el País Vasco y Navarra un año antes, en 1963, se ordenaron 75 sacerdotes del clero secular, sin contar los que se ordenaron en los diferentes institutos religiosos. El año pasado no llegaron a la decena entre las cuatro diócesis. Sabemos la realidad de nuestra diócesis: ayer tuvimos dos ordenaciones de presbíteros, pero en los próximos seis años, a no ser que cambien mucho las cosas, contaremos, en el mejor de los casos, con una única ordenación.
Esta situación nos tiene que llevar a tomar conciencia de que la comunidad cristiana, la Iglesia, no se puede sustentar sólo en los ministerios que emanan del sacramento del orden. El bautismo tiene que visibilizar toda su dimensión en la construcción de la comunidad y en la misión. Digo visibilizar, y no recuperar, porque somos conscientes de que ya se ejercéis muchos ministerios y servicios que emanan del bautismo, aunque no tengan todo el reconocimiento que les corresponde y no se visibilicen suficientemente. Lo cual va en detrimento de la acción de evangelizadora de la Iglesia, porque impide al laicado tomar conciencia de su misión.
Por eso quiero creer que la oración que hacemos hoy en toda la Iglesia no es tan específica como la que se hace con motivo del día del Seminario o el día de la Vida Religiosa. Quiero creer que hoy la Iglesia se pone en oración para que cada bautizada y cada bautizado podamos reconocer la vocación a la que ya hemos sido llamados, y en ella la misión que ya se nos ha encomendado, la que tenemos que realizar en la Iglesia y en el mundo. Porque de eso se trata, ser cristianos en y para el mundo. Todos estamos llamados a ser imagen y prolongación de Jesús, el Buen Pastor.
En este sentido, quiero compartir con vosotros una experiencia un par de días después de haber celebrado la Vigilia Pascual.
Estaba cenando con cuatro personas, a dos de las cuales conocí ese mismo día. Cuando acepto este tipo de invitaciones ya sé que corro el riesgo de que se dé la escena de “ponga un cura en su vida”, y se aproveche para hablar, casi siempre negativamente, de la Iglesia. Así ocurrió aquella noche con ocasión de la declaración de la renta y la asignación correspondiente del 0’7 a la Iglesia Católica. Aprovecho para recordaros que hay que poner las dos “x”: para la Iglesia Católica y para otras obras sociales (se pueden poner las dos).
Casualmente las dos personas a las que conocía previamente decían que no iban a marcar la “x”, que bastantes bienes tiene la Iglesia. Las otras dos personas se posicionaron a favor de la asignación a la Iglesia. Me llamó la atención los argumentos que utilizaba una de aquellas personas para justificar su postura a favor de la “x” para la Iglesia. No le importaba si el Vaticano tenía o no mucho dinero y mucho patrimonio. Es más, dejó bien claro que él no era creyente o por lo menos no creía en que hubiera vida después de la muerte. Pero eso no le importaba. Le importaba más la vida que suscita la Iglesia con gestos bien concretos, que son más evidentes en los lugares en los que hay necesidad y en tiempos de penuria económica. Señalaba tres razones:
1ª) el testimonio de las y los misioneros: están donde nadie quiere estar, y siguen estando cuando todo el mundo se marcha;
2ª) la labor de Cáritas, de manera especial el compromiso desinteresado de sus voluntarias y voluntarios, que ponen en valor el dinero recaudado en las colectas (de poco servirían éstas sin la generosidad del voluntariado);
3ª) lo que más me sorprendió: el salario de los párrocos. Hombres disponibles las 24 horas del día y todos los días del año, por un salario que le parecía ridículo hasta para una persona que no tiene cargas familiares (además porque tenía la plena confianza de que lo poco que podían ahorrar revertiría a favor de los demás).
¿Por qué os cuento hoy esto? Porque aquel hombre no identificaba la Iglesia sólo con el Vaticano ni siquiera sólo con los curas. No creía en la vida más allá de la muerte, pero percibía la vida que la Iglesia le comunica a esta vida.
El evangelio de hoy no tiene conexión textual con el del domingo pasado, pero sí que está en la misma onda. Decíamos, a raíz de la conversación entre Jesús y Pedro, que podíamos deducir que amar a Jesús implicaba cuidar del prójimo. Es lo que hace el Buen Pastor y es lo que estamos llamados a hacer nosotros: dar vida, comunicar vida.
Para eso tendremos que conjugar tres verbos que aparecen en el breve relato del evangelio: escuchar, conocer, seguir.
Escuchar: lo cual supone hacer silencio, para escuchar a nuestro propio interior, tantas veces acallado con los ruidos de la vida diaria. Tener una actitud de apertura a las voces, en ocasiones en forma de gemido, que vienen de fuera. Escuchar lo que nos dice Jesús en el Evangelio.
Conocer su voz, es decir, vivir en actitud de discernimiento: no vale cualquier voz, aunque sea la mayoritaria sociológicamente o la más poderosa mediáticamente. Tiene que ser la voz de Jesús.
Seguir a Jesús y proseguir su causa a favor del Reino de Dios. Recibir la vida que nos viene de Dios, a través de Jesús, y comunicarla a los demás.