Mosquitia (Honduras), lunes 21

4 y 42 del amanecer.
Me acurruco en una esquina del container a oscuras y en silencio. Por un momento, que parece inmenso, me quedo así abrazándome a mí mismo, porque es lo único que tengo, lo único que me tiene de pie. Yo mismo.
Acabo de llegar de la laguna. Una vez más me he ido despojando de la ropa mientras llegaba a la orilla. Sin pensar en más, me he zambullido en el agua tibia y oscura sin respirar hasta que no he podido aguantar más. He nadado. Primero, despacito; luego, poco a poco, cada vez más rápido, más rápido, como intentando huir de toda esta locura. Me he escapado lejos de la orilla, lejos del campo, de los niños, de Kavó, de mi ropa sudada y sucia, de mis despojos, de mi nariz de payaso loco que ya no me sirve para nada, de mis manos blancas perfectas y occidentales, de mis palabras azules que no son más que pretextos…
Lunes 21. Hoy aita habría cumplido 81 años. Paula y Nelson se han ido. No han aguantado. Quedan 26. Aita no está. Quedo yo.
Después de no sé cuánto tiempo, he salido del agua. He recogido la ropa de la arena y descalzo me he acercado al zulo caliente y húmedo. Me he tirado en el catre y me he quedado mirando a Kavó.
Me he servido un café del termo del día y, desnudo, me he acurrucado en el suelo, he escuchado a la noche. Impasible, serena, oscura, dulzona, mujer, cálida, espantosa. Me he puesto en posición fetal como si quisiera esconderme de la noche, que no me viera, que pasara desapercibido, que pasara atrincherado en el paso del tiempo, que no me pudiera tocar, que no me hiciera más daño, que pasara de largo. Eso, que pasara de largo.
Agarro fuerzas, friego la taza, me pongo una camiseta limpia y me tiro literalmente en el sueño, y entre sueños noto que unas manos me echan la sabana encima.