Su hermano en el episcopado, Pedro Casaldáliga, le inmortalizó tempranamente como ‘San Romero de América, pastor y mártir nuestro’. Desde que su sangre se mezcló con el sufrimiento del pueblo mientras celebraba la eucaristía, sus compatriotas le hicieron santo y guardaron para siempre el recuerdo de sus palabras valientes y su compromiso por la defensa de los derechos humanos. Por eso, su reciente canonización como primer santo salvadoreño no solo hace justicia y rinde tributo a la verdad de su martirio «por amor a los pobres», sino que confirma el ‘sensus fidei’ que emergió el mismo día en que cayó tiroteado junto al altar donde hacía memoria del ‘Divino Traspasado’.
Oscar Elizalde Prada (pliego de Vida Nueva 3.102)