COMENTARIO a la PALABRA DOMINICAL – Anjelmaria Ipiña

Tercer Domingo de Adviento

Heraldos de la alegría

Celebramos el tercer domingo de adviento, conocido como domingo de “gaudete” (de la alegría, del regocijo). A la luz de las lecturas que nos presenta la liturgia, no puede ser de otro modo: alegría desbordante.

Si al leer al profeta Isaías no se alegra nuestro corazón, algo grave nos pasa como personas. Vivimos tiempos de mucha incertidumbre, no lo podemos negar. El acceso a la información, que subraya lo negativo, puede llevarnos a pensar que es imposible que nuestro mundo pueda ser recreado y que “otro mundo sea posible” o, si se quiere, que este mundo sea de otro modo. Si hemos llegado a tal grado de escepticismo, algo muy grave nos está pasando, porque no sólo hemos dejado de creer y de esperar en lo divino, sino que hemos dejado de creer y de esperar en lo humano.

Hoy más que nunca tenemos que escrutar el significado para nosotros y en nuestro tiempo de las promesas del profeta Isaías: “se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará”.

Hoy nuestra ceguera se manifiesta en la incapacidad de percibir y apreciar los pequeños signos que nos indican que hay muchos hombres y mujeres empeñados en hacer un mundo mejor. Por valorarlo solo desde el aspecto meramente humano, pensemos en tantas personas que cada día arriesgan su vida en lugares de conflictos con la esperanza de salvar la vida de otras personas.

Hoy nuestra sordera se manifiesta al no escuchar las voces, que algunos quisieran silenciar y que los medios de comunicación acallan, de personas sencillas que claman por la justicia y reclaman unas condiciones dignas de vida. Mientras escribo esto estoy pensando en los Viatores que hoy desfilarán por la calles de Jutiapa (Honduras) reclamando un “municipio libre de minería”. Voces contra la explotación.

Hoy nuestra cojera se manifiesta cuando creemos que nuestros esfuerzos cotidianos no sirven para nada. Sin embargo, nuestro mundo será un poco mejor si me empeño en poner más cuidado en las relaciones de cada día, en tratar con mayor ternura a las personas con las que me relaciono. A la utopía se avanza por los senderos de la perseverancia en lo cotidiano.

Hoy nuestra mudez se manifiesta en nuestros silencios. Nos tacharían de ilusos, ya nos gustaría que fuera de idealistas, si dijéramos que creemos que sí, que es posible un mundo mejor para todos, sin excepción.

Si al leer al profeta Isaías no se alegra nuestro corazón, algo grave nos pasa como creyentes. Cómo no alegrarnos al escuchar: “Sed fuertes, no temáis… vuestro Dios viene en persona… y os salvará”. Esta es nuestra certeza más honda, convicción que se enraíza en el corazón. Este es el manantial perpetuo de nuestra alegría.

tercer-domingo-de-advientoPara no llevarnos a engaño, las palabras del profeta Isaías no son pronunciadas en un momento de esplendor y prosperidad de Israel. Nada más lejos de la realidad. Isaías escribe para un pueblo que ha sido asediado, conquistado y llevado a la cautividad. Precisamente por eso, porque conoce la situación calamitosa de su pueblo, es por lo que se siente invitado a proclamar: “fortalecer las manos débiles y a robustecer las rodillas vacilantes”.

Jesús se empeña en hacer realidad las palabras del profeta. Ante un pueblo que estaba a la expectativa por la inminente llegada de un mesías político victorioso, ante un Juan Bautista que no termina de reconocer al pacífico Jesús como el enviado de Dios, Jesús les recuerda lo que dice la Escritura, y que ya ha empezado a acontecer: “los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio”.

Esto no fueron solo palabras. Esta fue la praxis, el compromiso de Jesús. Un compromiso que llenó de alegría a los destinatarios de sus obras de liberación, de sanación, de salvación; y llenó de alegría también a todas aquellas personas que lo contemplaban. Este es el mensaje que traslada Jesús a Juan Bautista.

También nosotros, manos, pies y corazón de Jesús, estamos llamados a transparentar la alegría que surge del evangelio. Hoy Jesús nos dice a nosotros, id a anunciar a los juanes y juanas de este tiempo que os ha tocado vivir “lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio. ¡Y dichoso el que no se sienta defraudado por mí!”.

Esta es la misión que se nos ha encomendado. No vale escudarse en decir que los evangelios son relatos catequéticos para alimentar la fe de las primeras comunidades cristianas. Lo fueron, no cabe duda. Pero su fuerza, su vigor, su energía, su capacidad de transformarlo todo, también el corazón humano, y desde la estructuras sociales, fue el hecho de que esas palabras se encarnaron en Jesús. Y ahora se tienen que encarnar en nosotros. Nosotros hoy, como los profetas de todos los tiempos, y con la fuerza del Espíritu Santo, estamos llamados a ser heraldos de la alegría.

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