COMENTARIO a la PALABRA DOMINICAL – Anjelmaria Ipiña

Trigésimo Domingo del Tiempo Ordinario

Dejarnos mirar por Dios

Las lecturas del domingo pasado nos animaban a una oración perseverante. En la primera lectura se nos ponía como ejemplo a Moisés: con las manos alzadas hacia el cielo, sostenido por la comunidad en los momentos de debilidad. En el evangelio, Jesús, para explicar a los discípulos como tenían que orar sin desanimarse, les propuso la parábola del juez injusto y de la viuda insistente.

La primera lectura de hoy, del libro del Eclesiástico, insiste en la misma dirección: “El Señor es un Dios justo, que no puede ser parcial; no es parcial contra el pobre, escucha las súplicas del oprimido; no desoye los gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su queja; sus penas consiguen su favor y su grito alcanza las nubes; los gritos del pobre atraviesan las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansan; no ceja hasta que Dios le atiende y el juez justo le hace justicia”. Dios siempre escucha… sobre todo las súplicas de los oprimidos.

El domingo pasado se subrayaba la perseverancia en la oración. En el evangelio del fariseo y del publicano se pone el acento en la actitud del orante.

Como tantas veces nos ocurre, el relato nos puede dejar indiferentes. Nos sabemos de memoria la parábola, sabemos cuál es el resultado final. Hasta nos parece normal que sea así: es el estilo de Jesús.

Es el estilo de Jesús, ¿también es el nuestro? ¿De verdad que es lo que aplaudimos en la vida ordinaria? Hemos de reconocer que lo que propone Jesús no es muy razonable. Nadie en su sano juicio aplaudiría la vida del publicano frente a la ejemplaridad del fariseo. ¿Quién prefiere a un político corrupto, ladrones de guante blanco como lo eran los publicanos, a un ciudadano honrado? A no ser que lo religioso nos vuelva medio lelos.

trigesimo-domingo-del-tiempo-ordinarioImaginémonos a una persona de nuestra comunidad cristiana que reza así en el lugar que habitualmente celebramos la fe: “Te doy gracias, Señor, porque sabes que he llevado una vida honrada; trabajando y con mucho esfuerzo he sacado mi familia adelante; mi esposa y yo nos queremos y nos hemos sido fieles; nuestros hijos han aprendido a quererte a ti y saben que uno de los modos privilegiados para ello es ser solidarios con el prójimo más necesitado. Sabes, Señor, que a pesar de tanta propaganda como hay en la sociedad, de tanta invitación al consumismo, he procurado llevar una vida austera, no he querido ser como los demás” En el mismo lugar, reconocemos a un delincuente habitual, de esos que son detenidos muchas veces por apropiarse de lo ajeno, pero que casi nunca terminan de entrar en la cárcel y está diciendo: “Señor, ten compasión de este pecador”. Y termina el relato diciendo que éste será justificado y aquel no. Seguro que hay algo que nos chirría. Más si tomamos conciencia de que ni siquiera ha dicho que está arrepentido de lo que ha hecho (y esto de la exigencia del arrepentimiento lo podemos llegar a todos los ámbitos de la vida que queramos).

Jesús en ningún momento alaba la vida del publicano, ni la de éste ni la de ninguno de los que aparecen en los evangelios, no dice que está de acuerdo con el oficio que desempeña. Jesús tampoco condena la vida impecable del fariseo sino su prepotencia frente a Dios y frente al prójimo. Lo que está en juego es su actitud ante Dios.

En la eucaristía hay un momento privilegiado en el que se nos invita a presentarnos ante Dios: en el momento del perdón. Lo podemos hacer como protagonistas, y la verdad es que la misma liturgia nos da pie a ello, “antes de celebrar estos sagrados misterios, reconozcamos nuestros pecados”. La tentación es la del protagonismo, la de quedarnos encerrados en nosotros mismos, sea en nuestros pecados o en nuestras virtudes. Mirarnos a nosotros mismos, en lugar de dejarnos mirar por Dios. Encerrarnos en nosotros mismos, en lugar de acogernos a la misericordia de Dios. Por eso, la misma liturgia nos invita a que nos pongamos a mirar al tú de Jesús. “Tú que eres…”, “Tú que nos has venido…”, “Tú que has dicho…”, “Tú  que reúnes…”, “Tú que prometiste…”; “Tú que nos visitas…”, “Tú… Tú… Tú… Tú… Tú…”. Reconociendo el tú de Jesús podemos decir: “Señor, ten piedad”.

El fariseo se miraba mucho a sí mismo, incluso miraba a los demás con un cierto desprecio. El publicano no podía mirarse ni a sí mismo, porque sabía lo que iba a encontrar. Tampoco podía mirar a Dios, “no se atrevía a levantar los ojos al cielo”. Solo se podía dejar mirar por Dios. Es un ejercicio que tenemos que hacer todos los días, incluso cuando no podemos levantar nuestros ojos hacia el tú de Jesús, dejarnos mirar por Dios.

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