Vigesimoctavo Domingo del Tiempo Ordinario
Desagradecidos e inconscientes
Hoy comenzamos por el final del evangelio, por la perplejidad de Jesús ante el hecho de que solo haya regresado uno a dar gracias a Dios por la sanación operada en ellos. Solo uno. ¡¡Y extranjero!!
A nosotros también nos puede producir perplejidad que el generoso Jesús, el gratuito Jesús, el incondicional Jesús, exprese su queja o por lo menos su perplejidad.
Sin embargo, si le quitamos todo el envoltorio de la fe y tantas actitudes que parece que van parejas a ella, y desde el punto de vista puramente humano, seguramente que también a nosotros nos puede salir el calificativo de “desagradecidos”, porque lo son.
Es más, sería bueno que ahora hiciéramos un ejercicio de imaginación para ver a cuántas personas o a cuántos colectivos nos darían ganas de decirles lo mismo: “desagradecidos”. Si quieres, haz el ejercicio antes de seguir adelante.
Seguro que si vamos al ámbito familiar, enseguida nos encontraremos con padres o madres que tachan a sus hijos de desagradecidos. O viceversa, de hijos que lo hacen con respecto a sus padres, más si se tiene en cuenta la atención que les prestan en comparación con los otros hijos. Esto que digo para el ámbito familiar, los que vivimos en vida comunitaria nos lo podríamos aplicar de igual manera, gente que se entrega mucho por la comunidad, pero a la que nunca se le reconoce tal esfuerzo y puede vivir con la sensación de compartir su vida con unos “desagradecidos”.
Si nos vamos al ámbito laboral, puede ocurrir lo mismo, personas que se entregan con generosidad, y ahora las nuevas tecnologías pueden encubrir mucho más la entrega generosa y, por lo tanto, se sienten poco reconocidas y poco agradecidas.
Si vamos a colectivos humanos, seguro que enseguida empezamos a tachar a algunos de desagradecidos, ¡¡con todo lo que hacemos por ellos y no lo agradecen!!
No estamos en una sociedad en que se agradezca fácilmente, en parte porque nos hemos ido educando, o convenciendo los unos a los otros, que “son nuestros derechos”. La reivindicación del derecho está muy bien, más cuando se toma conciencia del deber que le acompaña y del reconocimiento de que la concreción real de ese derecho es gracias a algo o a alguien, sean instituciones o personas. Pero algo me dice que estamos cambiando hasta en las respuestas que tienen que dar los niños ante los regalos que reciben. Antes decíamos “muchas gracias”, ahora, aunque sea en broma, se dice “muchas veces”.
Miramos a los demás. ¿Y si nos miramos a nosotros mismos? ¿Cuál es nuestra actitud vital? ¿Somos personas agradecidas o, por el contrario, pensamos que todo nos es debido y que todo nos lo merecemos? Si quieres, antes de seguir adelante, pregúntatelo.
Todos los días, aunque no cantemos tan bien como Violeta Parra, tendríamos que entonar desde primera hora de la mañana, incluso a modo de oración, el “Gracias a la vida…”.
Estoy convencido que en muchas ocasiones más que desagradecidos somos inconscientes. No sé si estamos entre los 11.700.000 españoles que están en riesgo de exclusión social. No sé si estamos entre las 37.000 personas que viven solas en Álava (sé que no hay que equipararlas con personas que viven la soledad). No son más que dos de los muchos datos que nos han dado esta semana en las Jornadas de pastoral de nuestra Iglesia diocesana.
En estas Jornadas de pastoral hubo un testimonio que me impresionó sobremanera, el de Raquel, la responsable de Cáritas de nuestro arciprestazgo. Una mujer a la que conocía, pero a la que no había tratado mucho. Ya me pareció muy fuerte que en su día hiciera la opción de dejar un trabajo de funcionaria para pasar a ser trabajadora de Cáritas. Las personas que le querían, y le querían bien (por lo menos bienintencionadamente) le prevenían: “¿ya sabes cuánto vas a cobrar? ¿ya sabes cuántas horas vas a trabajar?”. El tiempo le ha confirmado que no ha tenido tiempo ni para echarse novio, con lo cual se cumplió la intuición de su abuela. Pero lo que me emocionó profundamente fue cuando dijo: “la gente me preguntó si sabía cuánto iba a cobrar, nadie me preguntó si sabía cuánto iba a ganar. Y os puedo decir que nunca me hubiera imaginado que iba a ganar tanto y a tantos niveles: personal, creyente, comunitario,…”. Pensé, esta mujer sabe hacer una lectura agradecida de la vida, más allá de las dificultades que no se ahorró y nos las contó. Lectura consciente y agradecida.
Pienso que los nueve leprosos que no regresaron a darle gracias a Jesús más que desagradecidos eran inconscientes. Tal vez se creían con derecho a la curación y, por lo tanto, no tenían nada que agradecer. El samaritano, sin embargo, no tenía ningún derecho, ni siquiera pertenecía al pueblo elegido. A éste se le concedió más de lo que pidió. Pidió la sanación y se le regaló la salvación. Para reconocer y agradecer el don de Dios hay que tener corazón de pobre, no ser autosuficiente, saberse necesitado.