Vigesimoquinto Domingo del Tiempo Ordinario
Pecador arrepentido y santo resentido
Es probable que a muchas personas, mientras escuchan o leen el evangelio de hoy, les vayan pasando por la cabeza las noticias de corrupción política que nos han regalado esta misma semana los unos y los otros, en mayor o menor medida, justificándolo más o menos, en función si era de los nuestros o no. (Seguro que esto que escribo pensando en España se puede aplicar, desgraciadamente, a otros muchos lugares).
No vamos a entrar a comentar las noticias, porque a uno siempre le puede entrar la tentación de hacer de tertuliano de radio o de TV y reducirlo todo a:
- “Veis, cómo Jesús dice que no es tan grave eso de la corrupción…”;
- “Esto lo explica todo, si muchos de ellos han sido educados en colegios religiosos, aunque sean de izquierdas…”;
- “¡Ah, ya!, esto es lo que escuchan los de derechas cuando van a misa…”.
- …
Estas y cosas parecidas, sin entrar a profundizar en el pasaje evangélico en su totalidad, quedándonos en lo periférico, condicionado por lo que parece algo cotidiano, pero que no deja de ser solo una parte pequeñísima de la realidad frente a tanta gente honrada. Ese es el drama, el mal tiene tanto poder que deja en penumbra tanto bien que hay en mundo.
Muchas de las parábolas que contaba Jesús estaban tomadas de la vida ordinaria: la oveja perdida que escuchábamos el domingo pasado; el trigo y la cizaña; la semilla de mostaza; la levadura que hace fermentar la masa;… Porque esos ejemplos estaban tomados de la vida ordinaria de la gente le entendían tan bien el mensaje que les quería transmitir. Es lo que suele decir también del Papa Francisco, que se le entiende bien, porque no se aferra tanto a un lenguaje teológico.
La parábola que se nos cuenta hoy, también está tomada de la vida cotidiana. Es probable que se contara lo que algún momento le pudo haber pasado a un hombre rico con alguno de sus administradores.
La parábola no nos llama tanto la atención por la corrupción en sí misma. Parece que es un mal de todos los tiempos. El profeta Amós, que vivió 800 años antes, denunció la corrupción religiosa y moral, la infidelidad del pueblo para con Dios y la injusticia para con los empobrecidos: “Escuchad esto los que exprimís al pobre, despojáis a los miserables diciendo: ¿Cuándo pasará la luna nueva para vender el trigo, y el sábado para ofrecer el grano?… usáis balanza con trampa, compráis por dinero al pobre, al mísero por un par de sandalias”.
La parábola nos llama la atención por estas palabras: “… el amo felicitó al administrador injusto, por la astucia con que había procedido”. Son palabras que nos las podríamos haber ahorrado, ya que la liturgia da la posibilidad de “saltárselas” junto a toda la parábola en su conjunto y comenzar la lectura del evangelio desde lo que es la conclusión final.
En torno a estas palabras son muchos y curiosos los comentarios que se suelen hacer.
Para empezar, los que no sabemos griego nos quedamos sin saber exactamente si era un “administrador injusto” o era más bien un “administrador de injusticia” (que es la traducción que se ofrece en nuestra diócesis para hacer la lectio divina). Si es lo segundo, administrador de injusticia, empezamos a cargar las tintas sobre el rico, a saber qué había hecho para acumular esos bienes de forma injusta. Y ya el administrador nos puede empezar a caer simpático, ya lo dice la sabiduría popular: “quien roba a un ladrón tiene mil años de perdón”.
Otros, subrayan la sagacidad del administrador para hacer una inversión de futuro y, a la vez, que le cuadraran las cuentas. Falsifica la contabilidad, con lo que la acusación podría quedar en entredicho y, además, hace suyo el lema: “Invierta en amigos”. No está nada mal.
Es bastante común decir que Jesús lo que alaba es el empeño de este hombre para asegurarse el futuro. En lugar de quedarse en la mera queja, dotarse de un mecanismo que le ayude a seguir viviendo. Para eso usa la inteligencia, que parece que no le faltaba. Es un don que había recibido y que sabía administrar correctamente.
Hasta ahora nos hemos fijado en el evangelio, en el texto y su significado, en la actitud de los diferentes actores que aparecen en el mismo y hemos tratado de comprender a cada uno de ellos: rico, administrador y Jesús. Hasta ahora ha sido una mirada espectadora.
La cuestión está en que no somos meros espectadores del Evangelio, sino que somos protagonistas. Más que leer el evangelio, el evangelio nos lee a nosotros, o leemos nuestra vida a la luz del Evangelio. No somos espectadores, sino protagonistas: el administrador del evangelio somos cada uno de nosotros, tú y yo.
A cada uno de nosotros se nos han dado una serie de riquezas, una serie de dones que tenemos que administrar. Lo podemos hacer de muchas maneras. Pensando solo en nosotros mismos o, en el mejor de los casos, en los nuestros. Lo podemos hacer pensando en la felicidad a corto plazo, satisfaciendo deseos que otros crean en nosotros o pensando en cómo comprar la amistad y el aplauso de los demás. Lo podemos hacer cabreados porque parece que al otro se le ha confiado más que a mí, como si eso fuera una ventaja… Modos que indican que nos creemos propietarios de las riquezas.
La liturgia permite “saltarse” la parábola porque no quiere que perdamos de vista lo fundamental: que nuestra vida es una continua elección entre Dios, que nos llevará a tener un estilo de vida, y lo que nos aparta de él (el dinero tiene mucha fuerza, pero a cada uno se nos puede nombrar de modo diferente aquello que nos separa de Dios).
Somos administradores de dones y riquezas que tenemos que poner al servicio de los demás. Ponerlos al servicio de los demás es el modo que tenemos de servir a Dios. Y para nosotros, que hemos recibido el don de la fe, es el modo que tenemos de confesar que Dios es la mejor inversión de futuro.