COMENTARIO a la PALABRA DOMINICAL – Anjelmaria Ipiña

Sexto Domingo de Pascua

Memoria y presencia de Jesús

Estamos llegando al final de tiempo pascual. Durante este tiempo la liturgia de la Iglesia acompaña nuestro caminar creyente con pasajes del Nuevo Testamento. La primera lectura se toma del libro de los Hechos de los Apóstoles y no del Antiguo Testamento como en otros tiempos litúrgicos.

La imagen que solemos tener de las primeras comunidades cristianas está muy influenciada por los primeros capítulos de Hechos de los apóstoles, donde parecía que todo iba viento en popa: una vida presidida por la oración y la fracción del pan; unas relaciones fraternas que les llevaba a compartir los bienes; una misión que se desplegaba con éxito en Jerusalén y fuera de las fronteras de Palestina; conversiones de judíos y paganos;… hasta los relatos de conflictos con las autoridades judías y romanas nos parecen sublimes, porque están presididos por el empeño de anunciar la resurrección de Jesucristo.

Sin embargo, es interesante ver como la liturgia no nos ahorra constatar que en la Iglesia naciente también aparecieron otros conflictos en el seno mismo de las comunidades cristianas. Estos conflictos suelen ser más dolorosos, aunque sean algo natural en cualquier grupo humano. Más dolorosos porque son con personas a las que queremos o con las que de algún modo nos sentimos vinculadas. El conflicto es más que ruptura ideológica.

El conflicto que se suscitó nos puede parecer una tontería a nosotros, sin embargo, las primeras comunidades lo vivieron con mucha pasión. De hecho, esta controversia llevo a que se celebrara lo que se considera el primer concilio de la Iglesia, el de Jerusalén, unos veinte años después de la muerte de Jesús.

Algunos cristianos de origen judío, bajados a Antioquía desde Jerusalén, la Iglesia-madre por excelencia, pero sin haber sido enviados por aquella comunidad, pretendían que los cristianos de origen pagano se sometieran a las normas judías.

Pablo y Bernabé, ambos de origen judío y, por lo tanto, nada sospechosos de querer saltarse la tradición de Moisés por puro capricho, se sitúan en el lado de los paganos. Es mucho lo que está en juego: la centralidad de la salvación que viene de la fe en Jesucristo y no por el cumplimiento de unos ritos por muy sagrados que fueran.

Sabemos cómo acaba la cosa: deciden subir a Jerusalén para consultar a los apóstoles y presbíteros. Allí acuerdan imponer a los cristianos de origen pagano unas normas mínimas, que de suyo se irán olvidando con el tiempo.

Si leyéramos unos versículos más, comienzo del capítulo 16, veríamos como en Listra es el mismo Pablo el que manda circuncidar a Timoteo para no ofender a los judíos que viven en aquel lugar. Pablo que reconoce en la 1ª carta a los Corintios que él no tendría problema en comer la carne inmolada a los ídolos, si ello no fuera escándalo para los hermanos de comunidad. En Pablo pesa más la fraternidad, no romper la comunidad, que el precepto en sí mismo. Por lo tanto, no se trata tanto de evitar los conflictos como de afrontarlos y tratar de solucionarlos de forma adecuada. En la Iglesia tiene que primar el discernimiento y el criterio pastoral.

Evangelio del Sexto Domingo de PascuaEstamos llegando al final de tiempo pascual y el evangelio lo subraya. El próximo domingo será la Ascensión del Señor. Jesús en el evangelio nos anuncia que se va al Padre. Puede apoderarse de nosotros un sentimiento de orfandad, como cuando nos deja alguna persona que nos es muy querida. Necesitamos de la presencia que se ve, se oye, se huele, se puede tocar…o que aparece en nuestros dispositivos móviles en forma de aviso más o menos estridente. Presencia virtual, pero presencia.

Jesús no nos deja solos, a no ser que en el uso de nuestra libertad le rechacemos expresamente: “El que no me ama no guardará mis palabras”.

No nos deja solos, nos da su paz. No cualquier paz. Es la paz que nos habita por dentro, que nos sostiene en los momentos de incertidumbre y nos sigue alumbrando en los momentos de oscuridad. Es la paz que nos hace confesar con humildad y agradecimiento que las palabras de Jesús, “que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde”, se nos hacen vida por dentro.

Ayer me decía una persona, profesor universitario jubilado, por si eso le da más importancia a sus palabras: “cuando me asomo a los periódicos o veo la TV me pregunto muy seriamente si no estaremos ya presenciando el fin del mundo sin que se haya instaurado el Reino de Dios”. Aunque así fuere, somos sostenidos por las palabras de Jesús: “que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde”. Esta es nuestra fortaleza en medio de los vendavales personales o sociales que vivimos en el mar de la vida. La certeza de que estamos habitados por el Espíritu de Jesús es el que hace que sigamos creyendo y trabajando por el Reino de Dios cuando todo esfuerzo parece abocado al fracaso.

Jesús no nos deja solos. Nos deja lo mejor de él, su Espíritu. Él animó toda su vida. Él puso las palabras adecuadas en sus labios. Él encaminó sus pasos hacia los marginados y necesitados de salvación. Él llenó de ternura el corazón de Jesús.

Ese mismo espíritu nos habita: “vendremos a él y haremos morada en él”. No es presencia virtual, es presencia real, aunque nos puede costar creerlo.

Me puede costar creer que el Espíritu de Jesús habita en mí. No hace falta más que mire mi propia mediocridad. Más me puede costar creer que el Espíritu de Jesús habite en los otros, más si a ese “los otros” les voy poniendo rostros concretos. A lo mejor hasta exclamamos: “En mí, no, pero en ése, menos todavía”.

Y, sin embargo, el Espíritu de Jesús nos habita. Es él quien nos va recordando, ¡¡porque lo olvidamos!!, cuál es nuestra vocación y nuestra misión: ser memoria y presencia de Jesús en la comunidad cristiana y en el mundo.

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