Cuarto Domingo del Tiempo Ordinario
Alejándonos de Jesús
“Entre luces y sombras” podría ser el título del pasaje evangélico sobre la presencia de Jesús en la sinagoga de Nazaret. Pasaje que comenzábamos el domingo pasado y que hemos completado hoy.
El domingo pasado escuchábamos como Jesús anunció que se sentía sostenido por el Espíritu de Dios e impulsado por él para anunciar la buena noticia a los pobres, la libertad a los oprimidos y la vista a los ciegos. Casi al final del relato se nos decía que “toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él”.
Todos tenían los ojos fijos en Jesús, que prestaba sus labios a la Palabra de Dios para proclamar el texto del profeta Isaías. No es de extrañar. La Palabra de Dios siempre suscita lo mejor en nosotros, humaniza (¿sería mejor decir “diviniza”?). Al escuchar la Palabra nuestro corazón y nuestro ideal se pone en trance desear realizar lo querido por Dios para la Humanidad: la integración y dignificación de los pobres, la invitación a perder el miedo a la libertad y apostar por vivir en la luz.
El evangelio del domingo pasado, se cerraba con la predicación de Jesús, breve hasta el extremo: “Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír”. Nos quedaba un buen sabor de boca.
Si las cosas iban tan bien, ¿por qué este cambio repentino de actitud en aquellos que escuchaban a Jesús y aprobaban sus palabras? ¿Qué es lo nuevo que dice Jesús? ¿Dónde está la provocación? Hay varias. Todas ellas muy actuales. Todas ellas igualmente provocativas para nosotros, a poco que nos tomemos en serio la fe y la vida.
Jesús vincula la Palabra de Dios a un tiempo y a una persona. Hay un desplazamiento significativo. Lo que les dice Jesús es que la Palabra se hace vida. La Palabra de Dios, palabra de vida eterna, deja de ser narración, para hacerse historia. Entra en su hoy, en el hoy de cada uno de los oyentes de entonces. Entra en nuestro hoy, oyentes de ahora.
En la sinagoga de Nazaret queda claro que la Palabra de Dios ya no está en el rollo de papiro o en un pergamino. La Palabra de Dios está vinculada a la persona de Jesús, a quien conocían de toda la vida. Les parece algo imposible.
Algo similar nos puede pasar a nosotros. Lo digo en primer lugar por mí. ¿No nos resulta el Evangelio demasiado conocido? ¿No nos parece que ya ha dado de sí todo lo que podía?
Conocemos a personas que se fueron alejando progresivamente de la comunidad cristiana (local o universal) y terminaron alejándose de Jesús, si es que alguna vez lo sintieron cerca y cercano. El encuentro con el Evangelio no era algo liberador para esas personas. Se alejaron de Jesús y, en el mejor de los casos, optaron por los libros de autoayuda, la vinculación a algunos grupos en las que se sentían más acogidas, la práctica de técnicas cuasi psicoterapéuticas, la vinculación a espiritualidades de autorrealización,… Otras muchas personas se alejaron de Jesús y optaron por “vivir que son dos días”, dejando a un lado los posibles compromisos, personales o sociales, que emanan del Evangelio. En unos casos y en otros la opción fue alejarse de Jesús. No sabemos si alguna vez el Evangelio entró en su hoy y se hizo en ellos historia, pero conocer, lo conocían.
Otra provocación de Jesús fue confrontarles con la misma Palabra de Dios. ¡Hay tantas cosas que borraríamos de la Biblia porque no nos gustan! Los ejemplos no podían haber sido más desafortunados. En estos tiempos nuestros de la comunicación breve, el tuit o el titular estaba servido: “El hijo del carpintero de Nazaret dice que Dios también está cerca de los paganos y que hace las mismas maravillas que con el pueblo elegido”.
Aunque no somos judíos, vista la reacción de la asamblea, nos podemos imaginar que no se trató de cualquier ejemplo. ¿Tal vez ofendió sus sentimientos religiosos?
Nosotros con mucha facilidad afirmamos que Jesús proclamó, con sus gestos y sus palabras, la universalidad de su mensaje salvador. El problema comienza cuando eso hay que llevarlo a la práctica, cuando hay que ponerle un tiempo concreto, un “hoy se cumple”, y unos rostros concretos.
Pensemos, por ejemplo, en Naamán, el sirio. Imaginémoslo sin lepra, porque si no la cosa se va a complicar más, ¿qué hacemos con él? ¿Qué hacemos con los sirios independientemente de cómo se llamen? ¿Qué hacemos con los refugiados independientemente de la razón por la que tuvieron que huir de su país? ¿Qué hacemos con los inmigrantes independientemente de su lugar de procedencia?
La pregunta no es para responderla desde los posicionamientos ideológicos de cada uno, legítimos todos ellos, sino desde el Evangelio (o desde la Primera carta de san Pablo a los Corintios). Tampoco es para responderla desde planteamientos de la defensa de “los valores cristianos” (a algunos les da vergüenza decir eso y prefieren hablar de los “valores de Occidente”). Uno de los modos de desactivar la fuerza del Evangelio ha sido dejar que quede reducido a un modelo cultural. Uno entre muchos. Modelo cultural que no tiene nada que ver con la personalización de la fe que lo sustenta.
Cuando observo en personas que se dicen cristianas, y también en mí, reacciones que rozan la xenofobia (tal vez mejor la aporofobia, como dice Adela Cortina, intelectual cristiana, catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia), me suelo preguntar: ¿también a nosotros la Palabra de Dios se nos quedará en mera palabra, sin un “hoy se cumple”? Cuando “tenemos los ojos fijo en Jesús”, ¿a quién vemos? ¿a quién contemplamos? Al negarnos a ver la realidad de injusticia global de nuestro mundo; al no aceptar que la misericordia de Dios es universal, para todas las personas, y que por lo tanto tenemos que renunciar a “lo nuestro”, ¿no nos estamos alejando del Evangelio de Jesús? Porque el evangelio de hoy nos ha dicho que “se abrió paso entre ellos y se alejaba”. ¿Es él el que se aleja o somos nosotros los que nos vamos alejando del Evangelio?