Todas y todos los Santos
Santas y santos por la gracia de Dios
Si pidiera, en las asambleas en las que habitualmente celebro o he celebrado la eucaristía dominical, que levanten la mano las personas que quieren ser santas, estoy convencido de que no vería muchas. Creo que las razones serían dos básicamente: 1) que a las personas de más edad tal vez no les atraiga para nada ciertos modelos de santidad que les propusieron en su infancia o adolescencia; 2) que las generaciones más jóvenes no tengan ni idea qué significa eso de la santidad.
Hemos de reconocer que ciertas hagiografías de santas y santos y ciertas obras pictóricas sobre ellos no casan bien con la mentalidad actual, ni siquiera con la del cristiano que sigue vinculado a la comunidad eclesial y mantiene vivo el sentido de pertenencia. Tal vez, en otra época y en un contexto cultural diferente hicieron un gran bien. Era el modo de transmitir una serie de valores que podían ayudar a la persona a vivir desde la fe. Digo a vivir desde la fe, no a vivenciarla, porque esto tendría que ser previo para que el intento de imitación de la vida de las santas y los santos no fuera una fuente de tortura inútil. Insisto en que hablo de los modelos que se nos han presentado, no de la vida de cada uno de ellos, que seguro que ha sido una vida plena. Fueron santas y santos por la gracia de Dios.
Por otro lado, a las generaciones más jóvenes les estamos privando de conocer a muchos hombres y mujeres que a lo largo de la historia de la Iglesia han sobresalido por su fidelidad al Evangelio y por el intento de releerlo y vivirlo en sus circunstancias históricas concretas y cuyo modelo de vida sobrepasa las fronteras del espacio y el tiempo que les tocó vivir, y nos siguen pareciendo muy actuales. Es una pena que no conozcan a San Francisco de Asís, San Ignacio de Loyola o San Teresa de Jesús, por no citar más que alguno de ellos, podrían ser propuestos como modelos humanos, más allá de la confesión religiosa concreta (aunque pertenezcan al patrimonio espiritual del cristianismo). Es una pena que no aprovechemos más los modelos que nos han dejado, también con sus sombras, Teresa de Calcuta, Juan Pablo II, Óscar Romero,… Santas y santo por la gracia de Dios.
Hoy celebramos a todos las santas y todos los santos, que lo han sido, pero todavía no han sido canonizados. No han sido canonizados, reconocidos como tal para toda la Iglesia, pero sí que han sido reconocidos por aquellas personas que les han conocido. Estoy pensando en la gente sencilla y que han sido modelo de vida para nosotros. Probablemente los hemos conocido en nuestra misma casa o entre familiares, vecinos o amigos. Gente que no ha sobresalido mucho en nada, más que en saber vivir y amar. No hacía falta que dijeran mucho para que se percibiera en su vida la encarnación del evangelio. Sus palabras, muchas o pocas, y sus obras, sencillas o vistosas, nos recordaban a las de Jesús. Talantes existenciales que nos han hecho reconocer no sólo a personas bienaventuradas, dichosas, felices, sino también el paso de Dios por su historia y por la nuestra. Seguro que cada uno de nosotros tenemos “el santo de nuestra devoción”. Han sido santas y santos por la gracia de Dios.
El evangelio de este día nos recuerda que la santidad es para todo hombre y para toda mujer de cualquier tiempo y cualquier lugar, porque toda persona que viene a este mundo quiere ser dichosa, feliz, bienaventurada. Así nos llama Jesús, bienaventurados, a todos los que queremos acoger su “programa de vida”.
Tenemos la tentación de poner el acento en el “programa”, en las cosas que debemos hacer. Si miramos el “programa” de las bienaventuranzas, y medimos nuestras fuerzas y nuestra coherencia de vida (¿todas y siempre?), nos podemos hasta angustiar y preguntar: “¿quién puede con eso?”. Pregunta realista. Respuesta clara: nadie. Es un programa a la medida del corazón de Dios, al que debe aspirar el corazón humano.

Parroquia Ntra. Sra. del Tránsito en Jutiapa (Honduras), allí descansan los restos mortales de un “santo” para aquella Comunidad cristiana: P. José Ramón Zudaire, csv
Por eso, el acento lo tenemos que poner en “de vida”, más que en el “programa”. Las bienaventuranzas de Mateo que nos propone la liturgia de la Iglesia para la celebración de la solemnidad de Todos los Santos nos describen y nos descubren cómo ha de ser el corazón del creyente que se aventura en el seguimiento de Jesús. Más que practicar las bienaventuranzas nos vamos convirtiendo a ellas y en la medida que lo hacemos descubrimos la vida bienaventurada, dichosa, feliz, que brotan de ellas. Vida bienaventurada, dichosa, feliz, que no está exenta de problemas y dificultades. Al revés, convertirnos a las bienaventuranzas puede complicarnos la vida, porque pide que nos impliquemos en “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren,…”. Son palabras del Concilio Vaticano II, que añadía: “son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo”.
En la celebración de la Solemnidad de Todos los Santos volvemos a recibir la invitación a convertirnos al espíritu de las bienaventuranzas. Lo intentamos en la confianza de que es el camino que nos propone Jesús para alcanzar una vida dichosa y feliz. Lo intentamos convencidos de que es un camino que ha sido transitado por otras mujeres y hombres, frágiles como nosotros, y que han sido dichosos y felices: las santas y los santos, canonizados o no. Lo intentamos sabiendo que nosotros también somos santos, no por nuestro mérito, sino por la gracia de Dios.