Decimoséptimo Domingo del Tiempo Ordinario
Jesús, signos y solidaridad
El evangelio de este domingo es casi continuidad del evangelio del domingo anterior. Digo “casi”, porque el del domingo pasado pertenecía al capítulo 6 de san Marcos; el de hoy, sin embargo, pertenece al capítulo 6 de san Juan, que iremos leyendo los próximos domingos y en el que Jesús se nos revelará como “Pan de vida”.
Diferente evangelista, pero mismo tema: la multiplicación de los panes y los peces. Tema recurrente en los cuatro evangelios, en algunos de ellos por partida doble. Se subraya su importancia.
El aspecto que más llama la atención con respecto a los sinópticos es que sea Jesús quien pregunte a Felipe: “¿Con qué compraremos panes para que coman estos? (lo decía para tentarlo pues bien sabía él lo que iba a hacer)”. Se quiere subrayar el “signo” que va a acontecer hasta con la explicación entre paréntesis.
En el evangelio de san Juan a las obras extraordinarias que realiza Jesús se les denomina “signos” y no “milagros”. “Signos” que acompañaban a la Palabra de Jesús y que ayudaban a acceder a la fe. Signos que hay que saber interpretar.
Este curso escolar que acaba de finalizar ha sido sorprendente. Un alumno me pidió la bendición antes de un examen de recuperación. Iba con miedo. Creía que no había estudiado suficiente. Todas las ayudas venían bien, también la de Dios (aunque no sabe cómo encajarlo en su vida). Sacó un diez. Para él fue un “signo”. A partir de ese momento han sido una decena los estudiantes que han venido sistemáticamente a pedir la bendición antes de los exámenes. Lo curioso es que no eran de origen latino, que hubiera sido más normal. Antes de impartírsela siempre les preguntaba si habían estudiado. Afirmaban. A mí siempre me quedaba la duda.
Más allá de la anécdota, más allá de la imagen de Dios que debe ser depurada, hechos de este estilo me suelen recordar que los signos son necesarios para la fe, ayudan a creer. Lo signos ayudan a creer, pero no fundamentan la fe. Menos aún si no se interpretan correctamente (“[Jesús] sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiro otra vez a la montaña él solo”). O como nos recordará el mismo Jesús en el evangelio del próximo domingo: “Os aseguro que no me buscáis porque habéis visto milagros, sino porque habéis comido pan hasta hartaros”.
Como se nos ha dicho al comienzo del evangelio, mucha gente seguía a Jesús porque habían visto los signos que hacía con los enfermos. La gente, al ver el signo de la multiplicación de los panes y los peces, decía: “Éste sí que es el Profeta que tenía que venir al mundo”.
Como en tiempos de Jesús, también hoy necesitamos signos para creer. Se los exigimos a los políticos. Ya no nos fiamos de sus palabras. Cuando llegan al poder, mejor sería llamarle servicio, queremos signos que indiquen que algo va a cambiar (en la línea de las promesas que se habían hecho).
También a la Iglesia se le pide signos. No sabemos si para que puedan seguir creyendo en ella o para que puedan seguir creyendo en Jesucristo o, simplemente, para ponerle a prueba.
Unos le piden el signo de la palabra. Queremos que, en estos tiempos de crisis económica y financiera -también moral, pero esto es secundario- la Iglesia diga una palabra que… ¿ilumine?, ¿denuncie?, ¿invite a la solidaridad?, ¿anuncie esperanza?… No está claro qué palabra se le pide a la Iglesia ni quién es esa “Iglesia” a la que se le pide. Si la identificamos con la “jerarquía”, y en sus más altas instancias, la Iglesia ha dicho muchas palabras.
El magisterio social de san Juan Pablo II fue abundante. En la Sollicitudo rei socialis nos habló de la solidaridad, entendida no como un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas, sino como la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común, es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos. Esto es lo que, desde el planteamiento de la Teología de la liberación, se ha llamado hacerse cargo de la realidad.
Benedicto XVI en la Veritas in Caritatem nos recordó algo que no es tan evidente, que la justicia es la “medida mínima” de la caridad, es su primer paso. Tendremos que reivindicar y practicar la justicia (dar a cada uno lo que le corresponde) y cuando ésta se quede corta, seguir practicando la caridad (estar dispuestos a dar de aquello que, correspondiéndome, quiero poner al servicio de los demás).
Más cercana y reciente tenemos la Instrucción pastoral de la Conferencia Episcopal española, “Iglesia, servidora de los pobres”. Lectura obligada. Más claro no se puede hablar. También los obispos vascos escribieron en 2011 su carta pastoral para cuaresma-pascua: “Una economía al servicio de las personas”. Solo el título reivindica y clarifica cuál el pensamiento de la Iglesia al respecto.
Otros piden a la Iglesia el signo de la acción, que se concreta en que ponga todos sus recursos económicos al servicio de los empobrecidos. De nuevo nos encontramos con que no se sabe muy bien quién es el sujeto de esa Iglesia a la que se le pide: ¿al Vaticano?, ¿a las curias diocesanas o de las congregaciones religiosas?, ¿a las Cáritas locales?, ¿al bolsillo de todas y todos los cristianos?… No se sabe a quién, pero se pide el signo, conscientes, a la vez, de que la Iglesia, sin que se sepa muy bien quién es el sujeto “Iglesia”, es quien más hace por lo empobrecidos. Los datos no engañan: las ONGD oficialmente católicas, especialmente Cáritas, han aumentado sensiblemente sus esfuerzos humanos y económicos para paliar la situación de pobreza a la que han llegado capas amplias de la población. Lo ha hecho sin mirar el origen, credo religioso, ideología política,… de las personas receptoras. Lo hace como respuesta a la fe en “un Dios, Padre de todo, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo”, que nos ha dicho san Pablo en la carta a los Efesios.
Son de sobra conocidos y extraordinariamente apreciados todos los gestos que está haciendo el Papa Francisco. Signos de palabra, baste citar la encíclica Laudato si y todo el magisterio social que ha dejado en su reciente visita a Ecuador, Bolivia y Paraguay. Signos de obra. Me quedo con dos: la decisión de hospedarse en Santa Marta y la acogida misericordiosa a las personas. Son signos potentes, si nos sentimos invitados a la conversión. Son signos endebles, si pensamos que solo los papas están llamados a ser signo en la Iglesia.
Miramos a la Iglesia, a la jerarquía de la Iglesia, y le pedimos signos de palabra y de obra. Mejor que miremos al Evangelio y nos preguntemos por el signo que tenemos que ser hoy en medio de nuestra sociedad (algún signo también nos podríamos pedir los unos a los otros, al margen de que profesemos o no el mismo o ningún credo religioso).
El Evangelio que hemos proclamado hoy nos pide estar atentos a las necesidades de los demás, a las necesidades sociales. Los que vivimos en los llamados países desarrollados hemos tenido que ir educando la mirada.
Hasta no hace mucho tiempo, la palabra solidaridad nos ponía mirando al 80% de la población mundial que tenía subsistir con el 20% de los recursos. El resto lo acaparábamos nosotros. Algo nos inquietaba de esta situación, y tratábamos de tranquilizar la conciencia con los proyectos de cooperación al desarrollo. Las ONGD fueron nuestros cinco panes de cebada y dos peces, aunque nunca llegaron a “sobrar pedazos”, a saciar el hambre de todos.
Posteriormente la palabra solidaridad nos puso mirando a esas personas que venían de países empobrecidos buscando un futuro digno para ellas y sus hijas e hijos. Se multiplicaron los servicios sociales de las administraciones públicas de todo tipo, pero tampoco “sobraron pedazos”, tampoco se llegó a atender todas las necesidades y las que se atendían, en ocasiones, se miraban con recelo. Pero todavía había para “los nuestros”.
Creíamos que íbamos a ser la primera generación capaz de erradicar el hambre en el mundo. Estaban los recursos. Era cuestión de voluntad. Sin embargo, hemos generado mayores desigualdades. Ricos mucho más ricos. Pobres mucho más pobres, aunque las estadísticas nos digan que hay menor número de pobres. Se nos ha empobrecido hasta la solidaridad como valor. Seguro que entendemos la pega que le pone Felipe a Jesús, “doscientos denarios de pan no bastan para que a cada uno le toque un pedazo”, o la de Andrés, “aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero, ¿qué es eso para tantos?”.
En lugar de poner lo de todos en común, y distribuirlo de una manera justa, y comprobar que todavía sobran “doce canastas con los pedazos”, hemos decidido que las personas que vinieron de lejos nos sobran y que los de cerca tienen prioridad sobre ellas. Los que han cotizado más, porque tenían un empleo mejor pagado, tienen prioridad sobre los que han cotizado menos, que normalmente han vivido en peores condiciones. Así sucesivamente. Nuestras prioridades están en las antípodas de lo que proclama la Doctrina Social de la Iglesia, que siempre ha postulado el destino universal de los bienes creados.
Creernos esto y practicarlo sería un signo que nos pondría en sintonía con lo querido por Jesús. Creernos y practicar esto nos haría caer en la cuenta de la importancia que tiene el “que nada se desperdicie”. Siempre puede haber gente que haya quedado excluida del grupo y que necesite alimentarse. El signo que sigue necesitando nuestro mundo es el signo de la solidaridad. El signo que sigue necesitando nuestro mundo es Jesús. Jesús es el signo de la solidaridad de Dios con la Humanidad.