COMENTARIO a la PALABRA DOMINICAL – Anjelmaria Ipiña

Duodécimo Domingo del Tiempo Ordinario

No echar por la borda a Jesús

Los relatos de milagros no se han recogido en los evangelios como memoria de lo que hizo Jesús, “un hombre que pasó haciendo el bien”, que es como le recuerda la primitiva comunidad cristiana. Los relatos de milagros han sido recogidos para recordarnos que la salvación de Jesús, por medio del Espíritu Santo, también nos alcanza a todos nosotros, personal y comunitariamente (eclesial y socialmente). Para eso se nos pide solo una cosa: tener fe en Jesús.

Pero, ¡ojo!, la fe no es “creer lo que no se ve”. Los discípulos habían visto que Jesús había hecho muchos milagros antes de subir con él a la barca. Sin embargo, en medio de la tempestad, les reprocha su falta de fe. La fe no se identifica con creencias ideológicas, tampoco con experiencias de tipo sentimental, sino con la confianza existencial en Dios.

Por eso, la fe queda puesta a prueba en toda su crudeza cuando nos sorprenden las tempestades de la vida. Pueden ser múltiples y a todos los niveles. No es de extrañar que la liturgia de la Iglesia, después de que hayamos recitado con confianza el Padre Nuestro, siga implorando que vivamos “protegidos de toda perturbación”. Me gusta más la invocación en euskera, en lengua vasca, “estualdietan sendo” (firmes es la angustia). Las “perturbaciones”, las tempestades, los vientos en contra, forman parte de la vida. Lo que necesitamos es confianza para afrontarlas con firmeza.

Cada una y cada uno puede preguntarse cuáles son las grandes tempestades que le ha tocado vivir en la vida y cómo las ha afrontado, confiando en Dios o prescindiendo de él, echándole por la borda de nuestra vida.

Esta misma semana he acompañado a una familia que ha tenido que hacer frente al viento huracanado de un hijo de 18 años que ha decidido bajarse de la barca de la vida. No le conocía a él, sí a su hermana. Me impresionaron las palabras del sacerdote que presidió el funeral, “hace cincuenta días, junto a otros tres jóvenes, portaba las andas del santo patrón de la provincia”. No sé si era creyente. Sí sé que estuvo dispuesto a aparecer públicamente como tal, en un ambiente altamente secularizado en el que la práctica religiosa es algo reservado a “personas muy mayores”. Seguro que el huracán interno que él vivió, y que le hundió, también ha zarandeado con fuerza a sus familiares y a la cantidad de jóvenes que acompañaban su despedida: compañeros de clase, del equipo de fútbol… Zarandeados por esta pérdida necesitarán firmeza para elaborarla humana y cristianamente.

Ante casos como éste, la pregunta que nos puede surgir es: “¿Dónde está Dios? ¿Dormido?” Es la pregunta que nos hacemos ante catástrofes naturales: “¿Dónde está Dios para impedirlo?” Es la pregunta que nos hacemos ante acontecimientos irracionales provocados por el ser humano. Baste recordar el viaje apostólico de Benedicto XVI a Polonia, durante el cual realizó una visita al campo de concentración de Auschwitz. Sus palabras sorprendieron a muchos católicos: “En un lugar como este se queda uno sin palabras; en el fondo sólo se puede guardar un silencio de estupor, un silencio que es un grito interior dirigido a Dios: ¿Por qué, Señor, callaste? ¿Por qué toleraste todo esto?” Más recientemente, en la visita del Papa Francisco a Filipinas una niña de 12 años, con lágrimas en los ojos le contó cómo había niñas y niños víctimas de las drogas y la prostitución, como ella misma había recogido comida de la basura y dormido en la calle, y le preguntaba al Papa: “¿Por qué deja Dios que pasen estas cosas?”

Duodecimo domingo del tiempo ordinarioAnte los grandes interrogantes que nos presenta la existencia, sobre todo cuando somos fuertemente zarandeados, lo más fácil suele ser echarle a Dios la culpa de todo o, si no, echarle por la borda, arrojar a Dios de nuestra vida.

Siempre nos acecha la tentación de utilizarle a Dios según nuestras necesidades. Una fe adulta, sin embargo, nos pide tomar las riendas de la existencia, hacerle frente al sufrimiento y la injusticia con coraje y confianza. Con coraje, porque la fe no nos exime de nuestra responsabilidad como personas. Con confianza, porque Dios es el que nos sostiene en medio de nuestras dudas y dificultades. El error mayor es echar a Dios por la borda, arrojarlo de nuestra existencia.

En las tempestades más intensas, cuando seamos zarandeados por los vientos más fuertes, cuando nos encontremos en la noche más oscura, es bueno que recordemos a Jesús en Getsemaní (“aparta de mi este cáliz… pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”) y en la Cruz (“Padre, ¿por qué me has abandonado?”… En tus manos encomiendo mi espíritu”). Jesús no echa a Dios por la borda, al contrario pone su confianza en él.

Hay un aspecto que quiero señalar aunque sea telegráficamente.

Según los entendidos, el “vamos a la otra orilla” es la invitación que está haciendo la comunidad de Marcos para dejar los viejos moldes del judaísmo para entrar en la nueva dinámica propuesta por el cristianismo. Otros, con una perspectiva más misionera, interpretan que es la invitación que está haciendo Jesús para que vayan a la Decápolis, a tierra pagana, a predicar el Evangelio. Los que lo dicen saben mucho, así que así será. Siguiendo ambas interpretaciones, el “vamos a la otra orilla” hoy se identificaría con el diálogo que la Iglesia tiene que establecer con la cultura y la nueva mentalidad de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. No seré yo quien lo niegue. El Evangelio solo podrá ser buena noticia si responde a las búsquedas de nuestros contemporáneos. Pero siempre habrá un límite: no echar a Jesús por la borda. Porque la mentalidad actual se suele calificar de posmoderna, pos-cristiana y pos-religiosa. La cosa está clara. El fundamento de nuestra fe es el Dios de Jesucristo.

Si siguiéramos leyendo el evangelio tomaríamos conciencia de algo sorprendente: todo el viaje ha sido para una sola cosa, liberar a una persona que estaba sometida al poder del mal. Es el relato del endemoniado de Gerasa. El “vamos a la otra orilla”, el haber soportado toda suerte de tempestades, el haber puesto en juego la confianza en Jesús, ha tenido un único pero excelente resultado: liberar a una persona del poder del mal. Por eso, aunque solo sea por eso, merece la pena no echar a Jesús por la borda.

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