La primera necesidad es precisamente ésta: que el padre esté presente en la familia. Que esté cerca de la esposa, para compartir todo, alegrías y dolores, fatigas y esperanzas. Y que esté cerca de los hijos en su crecimiento: cuando juegan y cuando se empeñan, cuando están despreocupados y cuando están angustiados, cuando se expresan y cuando están taciturnos, cuando osan y cuando tienen miedo, cuando dan un paso equivocado y cuando encuentran el camino. Padre presente, siempre. Decir presente no quiere decir «controlador» ¡eh! Porque los padres demasiados «controladores» anulan a los hijos, no los dejan crecer.
El Evangelio habla de la ejemplaridad del Padre que está en los cielos – el único, dice Jesús, que puede ser llamado realmente «Padre bueno» (cfr Mc 10,18). Todos conocen aquella extraordinaria parábola llamada del «hijo pródigo» o mejor dicho del «padre misericordioso», que se encuentra en el Evangelio de Luca en el capítulo 15 (cfr 15, 11-32). ¡Cuánta dignidad y cuánta ternura en la espera de aquel padre que está en la puerta de casa esperando que el hijo regrese! Los padres tienen que ser pacientes. Muchas veces no queda más que esperar, rezar y esperar con paciencia, dulzura, magnanimidad, misericordia.
Un buen padre sabe esperar y sabe perdonar, desde el profundo del corazón. Cierto, sabe también corregir con firmeza: no es un padre débil, complaciente, sentimental. El padre que sabe corregir sin humillar es el mismo que sabe proteger sin limitarse.