COMENTARIO a la PALABRA DOMINICAL – Anjelmaria Ipiña

Trigesimocuarto Domingo del tiempo ordinario

Cristo Rey… de la solidaridad

Cerramos el año litúrgico con la celebración de la solemnidad de Jesucristo, rey del Universo. Título que nos puede parecer rimbombante para el que conocían como “el hijo del carpintero de Nazaret”. La referencia a la cruz que se hace en el evangelio sitúa esta fiesta en su contexto adecuado.
Cuando esta fiesta fue instituida el Papa Pío XI en 1925, la Iglesia se encontraba a la defensiva, el anticlericalismo iba creciendo en muchos países de Europa. La monarquía, defensora de la cristiandad y de la Iglesia, iba perdiendo poder. Hay quienes opinan que esta fiesta de Cristo Rey nació como un intento de defender ambas instituciones: la monarquía y la Iglesia.
Si así fue, ya se encargó la liturgia posterior al Concilio Vaticano II de corregir y orientar el sentido de esta fiesta y de aclarar en qué consiste, cómo es el reinado propuesto por Jesucristo. Así en el prefacio del día de hoy se nos dice que es un Reino eterno y universal, un Reino de verdad y de vida, un Reino de la santidad y la gracia, un Reino de la justicia, el amor y la paz.
Así es el Reino inaugurado por Jesús. Por él vivió. Por él murió. No vivió de cualquier modo. No murió de cualquier modo. Lo hizo en fidelidad al proyecto del Padre sobre él y sobre la Humanidad.
Jesús no vivió de cualquier modo. A lo largo de todo el año litúrgico, de la mano del testimonio que nos ha dejado el evangelista san Lucas, hemos podido seguir las huellas de Jesús por los caminos de Palestina. Podemos afirmar que si Jesucristo es Rey del universo lo es por su solidaridad con todo el género humano. Se empeñó en anunciar el carácter universal de la salvación ofrecida por Dios, que quiere que todo el mundo se salve por medio de su Hijo amado. Es más, Jesús nos anunció que Dios tiene una debilidad: los pobres, los que aparentemente no valen nada, los que son despreciados por todos. Esos son los destinatarios primeros de la Buena Noticia del Reino de Dios, porque Jesús vino a buscar y salvar lo que estaba perdido. Jesús nos ha mostrado cómo es Dios: un pastor (otra manera de ser rey) que se alegra por la oveja encontrada; una mujer llena de júbilo por la moneda hallada; un Padre que celebra una gran fiesta por el hijo que regresa a casa.
Así fue el estilo de Jesús: rodearse de gente sencilla y compartir con ellos la vida; acoger y perdonar a los pecadores; suscitar vida, allí donde ésta estaba amenazada física o moralmente… Anunciar su mensaje creando lazos de fraternidad, subrayando la importancia de la compasión y de la misericordia con el prójimo, sobre todo si éste está herido en las cunetas de la historia… A los contemporáneos de Jesús nos les resultó fácil entender su mensaje, por eso lo crucificaron.
En la muerte en cruz se concentra esta incomprensión hecha crueldad. Al dolor físico inhumano de la cruz, hay que añadirle la humillación de la burla, de los de lejos y de los de cerca. En la muerte en cruz se concentra la mayor de las contradicciones de la existencia: llamados a la vida, generamos muerte.
Cristo ReyPero, en la cruz se nos revela algo más: el señorío absoluto de Jesús. Allí está su trono. Allí está su gloria. Allí está la garantía de que todo, todo, ha tenido sentido. El que ha puesto su confianza en Dios durante toda su vida (y nos ha invitado también a nosotros a ponerla), la pone ahora en el momento de la muerte: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.
A la luz del evangelio de hoy, nos tenemos que preguntar cuál es el papel que representamos ante los crucificados de la historia, cuáles son nuestras apuestas, en qué o quién ponemos nuestra confianza.
Es una pena que el evangelio no haya citado el versículo 35 completo. En su primera parte dice: “La gente estaba allí mirando”. Porque tal vez podamos sentirnos sin ninguna responsabilidad ante o que pasa en nuestra historia personal y colectiva, sentir que somos sujetos pasivos, cuando no pacientes, de lo que ocurre, que nosotros lo único que hacemos es “mirar”.
Otros personajes reflejan muy bien el grito que se oye con mucha claridad en nuestros días: “sálvate a ti mismo”, que lo solemos traducir por “sálvese quien pueda”. Es la expresión que escuchamos en momentos de dificultad, donde la necesidad de solidaridad se hace mayor y, sin embargo, aparece el individualismo en toda su intensidad: “sálvese quien pueda”. Para salvarse a sí mismo, no habría sido necesaria la encarnación. Si Jesús hubiese optado por salvarse a sí mismo habría vaciado de credibilidad su mensaje. Jesús es coherente y consecuente hasta la muerte. Bien podríamos llamarle con este nuevo título cristológico: Cristo Rey… de la solidaridad.
¿Y nosotros? No nos tenemos que angustiar por nuestra falta de coherencia entre la consistencia de nuestro discurso y la debilidad de nuestro testimonio. No nos deja indiferentes, es nuestra cruz, que también hemos de asumir. Pero mejor que angustiarnos, es confiar: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino”. Confiar y seguir comprometidos, aunque sea desde nuestra debilidad, en la causa de Jesús, porque Él nos ha prometido que “hoy estarás conmigo en el paraíso”. Junto a Jesús todo “hoy” es invitación a acoger y construir el “paraíso”.

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