COMENTARIO a la PALABRA DOMINICAL – Anjelmaria Ipiña

Vigesimosexto Domingo del tiempo ordinario

Dios es nuestra riqueza, Dios es nuestra justicia

Las lecturas de estos domingos parece que están obsesionadas con un único tema: la riqueza material, el dinero. Según el evangelio de hoy, tiene la capacidad de abrir brechas infranqueables entre ricos y pobres. Brechas que perduran por toda la eternidad.
Somos conscientes de la importancia que le damos al dinero. Somos conscientes de las brechas que puede abrir en las relaciones humanas y sociales por su causa. No digo que las abra siempre, pero se corre el peligro.
Sin ir más lejos, esta misma semana hemos tenido una huelga en la enseñanza concertada que ha afectado a la marcha ordinaria del colegio. Las trabajadoras y los trabajadores, en el ejercicio de sus derechos, reivindican que no haya recortes laborales, sean económicos o sociales. Desde Kristau Eskola, la Escuela Católica vasca, se apoyan estas reivindicaciones, pero ante quienes han generado el conflicto: el Parlamento y el Gobierno Vasco. ¿Qué pasará si no se alcanza un acuerdo, que en última instancia va a ser económico? Habrá que estar atentos para que no se abra una brecha infranqueable. Este el gran poder del dinero: dar al traste con unas relaciones anudadas a lo largo de muchos años. Eso que pasa hasta en las mejores familias, puede pasar en el mejor colectivo de profesionales.
El domingo pasado nos alertaba Jesús del poder del dinero: “No podéis servir a Dios y al dinero”.
La primera lectura nos ha recordado que eso que llamamos sociedad de consumo ha existido siempre, con otras dimensiones, pero con similares características: la vida de lujo y ostentación que llevan los ricos, cada vez más ricos: “os acostáis en lechos de marfil… coméis carneros del rebaño… canturreáis al son del arpa… bebéis vinos en copas… os ungís con perfumes exquisitos”. Mientras, los pobres son cada vez más pobres. No es de extrañar que el profeta Amós, unos versículos más adelante de donde ha acabado la lectura, diga: “convertís en veneno el derecho, la justicia en amargura” (v. 12). Esto es lo que le duele a Dios: la irresponsabilidad humana, que se traduce en injusticia y desigualdad.
Esta es una de las claves, la económica, para poder interpretar el evangelio de hoy, conocido como “la parábola del rico y Lázaro”. “El rico” es un hombre sin nombre. Suele ser así. A las víctimas de toda injusticia es fácil ponerles rostro y nombre. Por lo menos se sabe su número aproximado. Los victimarios muchas veces se ocultan en el anonimato de los “paraísos fiscales” en cualquiera de sus formas. Lo peor no es que los victimarios pierdan su nombre, que se pierda su rastro y su rostro, sino que, finalmente, terminan perdiendo su humanidad.
El pecado del hombre rico no fue ser rico, sino haber perdido su humanidad, la capacidad de compadecerse ante el enfermo y hambriento que se “hospedaba” en el portal de su casa. Hasta los perros sentían mayor compasión por Lázaro.
Este puede ser nuestro pecado también hoy: no compadecernos ante las personas enfermas y hambrientas que se hospedan en “los portales” de nuestras ciudades. El próximo jueves tenemos una cita, convocados por “Círculos de silencio-Isiltasun Zirkuluak”, para recordar a nuestros conciudadanos, y para recordarnos a nosotros mismos, que nuestra sociedad sigue habiendo Lázaros a los que se trata de invisibilizar para que ni se nos conmuevan las entrañas, compasión, ni desentrañemos sus causas, tomemos conciencia.
A pesar de todo lo dicho hasta aquí, quiero romper una lanza a favor del hombre rico (tal vez para autojustificarme).
El evangelio comienza hablando de un hombre rico, no de un rico. Esto es importante. Corremos el riesgo de subrayar el adjetivo y olvidarnos del sustantivo. Es lo que ocurre cuando hablamos de “la parábola del rico y Lázaro”. Lo importante no es que sea rico o pobre, sino que es una persona, aunque haya alcanzado altas cotas de deshumanización. Sigue siendo una persona y, por lo tanto, digna de compasión, digna de salvación.
Cuando era pequeño este evangelio siempre me dejaba mal cuerpo, porque me daba la impresión de que también después de la muerte se vivía la venganza de unos contra otros. Además la venganza, y la inhumanidad, venía de la mano de uno que estaba en el cielo. Algo me repugnaba en esta parábola.
De joven me parecía que era el relato perfecto para legitimar el orden establecido. Los pobres, a sufrir que son dos días; luego nos espera la felicidad eterna. Los ricos que se vayan preparando: “a todo cerdo le llega su San Martín”. Lectura ideológica que no impedía que el relato chirriase.
Hoy lo leo de otro modo y la Palabra se me revela de otra manera. Lo primero que me alegró fue descubrir que quien utiliza ese lenguaje duro, quien tiene ese corazón poco compasivo, muy similar al que tenía el rico antes de la muerte, no es Dios Padre, sino Abraham, un personaje del Antiguo Testamento.
La postura de Abraham está más próxima a la el hijo mayor de “la parábola del padre misericordioso”, que a la postura del padre, que es capaz de dar una segunda oportunidad a aquel hijo “que se había perdido y lo habían encontrado, estaba muerto y había revivido”.
Quiero pensar que para el hombre rico también hay una segunda oportunidad. No es que tenga problema con la condenación eterna en el infierno, con ese “estado de autoexclusión definitiva de comunión con Dios”, del que habla el nº 1033 del Catecismo de la Iglesia Católica. Entiendo que una persona en el uso de su libertad y por libre elección quiera permanecer en un estado similar.
Pero no es el caso. El hombre rico quiere salir del infierno o cuando menos quiere evitar que otros caigan en él. Al hombre rico le empiezan a preocupar los prójimos, aunque sea por los vínculos afectivos que les une. Aunque parezca que es tarde, ¿no se merece una oportunidad?.
26º domingo del tiempo ordinario¿No conocemos casos de personas que han tenido que pasar por la experiencia personal de algún infierno, pensemos en las adicciones, por ejemplo, para enterarse de qué era la vida? ¿Quién no ha agradecido en su vida que se le haya dado una segunda oportunidad en algún aspecto? ¿Quién no tiene la experiencia de haberse equivocado en algunas opciones, más o menos importantes de la vida? ¿Quién no ha deseado, pienso sobre todo en los padres y las madres, que los hijos no cometan los mismos errores que a lo mejor cometimos nosotros? ¿No nos gustaría tener la capacidad de poder transmitir con nuestra palabra no solo los conceptos sino también la carga emocional que suponen ciertas opciones?
Sé que al reivindicar una segunda oportunidad para el hombre rico o para los suyos puede surgir la pregunta por la justicia. ¿Es justo que sea así? No lo sé. Solo sé que la misma Palabra de Dios, en la carta de Santiago, nos dice que “la misericordia se ríe del juicio” (3, 17).
Pero hay algo más. Creo que estamos en condiciones de reconocer que la mayor justicia que se nos ha podido hacer, la mayor riqueza a la que podemos aspirar es Dios mismo, en cuya presencia nos sabemos en el momento presente y de la que esperamos disfrutar por toda la eternidad. Esa experiencia, la de ser amados incondicionalmente, la de ser salvados también de nuestros propios infiernos, es la que nos lleva a practicar la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza… a combatir el buen combate de la fe. Dios en nuestra riqueza, Dios en nuestra justicia.

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