Décimo primero Domingo del tiempo ordinario
Solo el amor salva
La liturgia en ocasiones nos juega malas pasadas al invitarnos a suprimir la lectura de
ciertos textos o cuando ella mismo no los incluye. Hoy es una de esas ocasiones.
En el evangelio se nos invita, por razones de brevedad, a suprimir el final del
evangelio en el que se nos dice que a Jesús le seguían los Doce y un grupo de
mujeres. Quitándole importancia a este hecho, que era realmente sorprendente en
aquella cultura.
Por otro lado, en la primera lectura hemos escuchado como el rey David, después de
haber cometido un escandaloso homicidio y adulterio pide perdón a Dios, y se lo
concede. Si no se sabe el contexto, corremos el riesgo, por una cierta inercia, de
pensar que el pecado que se quiere subrayar es el del adulterio. Por eso, es bueno
dejarle hablar al texto entero, más concretamente a la parábola que le cuenta el
profeta Natán:
“Había dos hombres en un pueblo: uno rico y otro pobre. El rico tenía muchos
rebaños de ovejas y bueyes; el pobre sólo tenía una corderilla que había comprado; la
iba criando, y ella crecía con él y con sus hijos, comiendo de su pan, bebiendo de su
vaso, durmiendo en su regazo: era como una hija. Llegó una visita a casa del rico, y
no queriendo perder una oveja o un buey, para invitar a su huésped, cogió la cordera
del pobre y convidó a su huésped”.
David se puso furioso contra aquel hombre y dijo a Natán: “¡Vive Dios, que el que ha
hecho eso es redo de muerte! No quiso respetar lo del otro, pues pagará cuatro veces
el valor de la cordera”.
Entonces Natán dijo a David: ¡Eres tú!. A continuación viene lo que se nos ha
proclamado.
Según esto, el acento no estaría tanto en el adulterio en sí mismo, como en el modo
injusto de conseguir aquella mujer.
Tendemos a hacer lecturas individualistas de la Palabra de Dios, y la tendremos que
hacer para no huir de nuestra responsabilidad personal, así cabe que cada uno de
nosotros nos preguntarnos qué es lo que desea nuestro corazón. Eso que desea, ¿está
al alcance de nuestra mano? ¿nos pertenece? ¿qué hacemos para alcanzarlo?… Todo
ello sin entrar a juzgar el deseo en sí mismo.
Hay otra lectura más comunitaria, que también tenemos que hacer, más en este
tiempo en el que la crisis económica ha alcanzado de forma brutal a muchos de
nuestros conciudadanos, probablemente también a algunas personas de las que nos
encontramos aquí.
Al escuchar la parábola del profeta Natán nos pueden venir a la cabeza los rostros de los grandes defraudadores a Hacienda, de políticos sospechosos de corrupción, de personas que se han sentado en los consejos de administración de bancos y cajas de ahorro que parece que se han ido enriqueciendo sin ser muy conscientes del empobrecimiento que estaban generando.
Al hacer esta lectura más social, nuestra mirada tiene que ir más lejos, alcanzar a todo nuestro mundo. La crisis económica y financiera puede ser una oportunidad para crear entre todos un nuevo modo de relacionarnos más en consonancia con el proyecto de Dios, recogido en los postulados de la Doctrina Social de la Iglesia: el destino universal de los bienes creados. Tenemos la oportunidad de redistribuir la riqueza. Tenemos la oportunidad de reivindicar unas condiciones de vida mejores para todos, también para ese 80% de la Humanidad a la que les hemos obligado a vivir con el 20% de la riqueza. Tenemos la oportunidad de denunciar que todas, ¡todas!, las guerras que se provocan en nuestro mundo son por razones económicas: por apropiarnos de los recursos naturales que existen en países empobrecidos o por asegurar que la industria armamentística siga produciendo pingües beneficios, aunque sea a cuenta del sufrimiento de aquellos que nunca serán sus beneficiarios.
El “levántate” dirigido al hijo de la viuda de Naín que escuchábamos el domingo pasado, se nos dice también a nosotros, para que, como nos decía el predicador, la muerte no nos pille muertos.
Hago esta referencia porque a mi modo de ver el evangelio de hoy tiene su paralelismo con el del domingo pasado. No solo porque afecte a dos mujeres. En aquel a una viuda, en éste a una pecadora, hemos de suponer una prostituta. En ambos casos mujeres condenadas a la exclusión social, a integrar la bolsa de empobrecidos de aquella sociedad.
En el evangelio del domingo pasado se nos presentaban dos cortejos: el que portaba la muerte y el que seguía a la Vida (Jesús). Hoy se nos presentan dos actitudes con las que podemos vivir, y que probablemente conviven en cada uno de nosotros: la de la condena del fariseo y la de la conversión de la mujer; la del rechazo del fariseo y la de la acogida de Jesús; la de la descalificación del fariseo y el perdón de Jesús. En última instancia la del cumplimiento de la ley religiosa (representada en el fariseo) y la del amor (representada por la mujer y Jesús). Esta es la clave: el amor.
No es que el cumplimiento de la ley religiosa -o civil- sea malo. Lo malo empieza cuando ese cumplimiento nos lleva a condenar, rechazar y descalificar al otro. Cuando la fuente no es el amor.
Esta fue la experiencia de Pablo, nada sospechoso de haber querido rehuir el cumplimiento de la Ley. Pablo, después del encuentro con Cristo resucitado,
comprendió lo que significó la vida de Jesús, entregada por amor. Tomo conciencia de que Dios es amor y de que sólo el amor salva.
La ley religiosa no es mala en sí misma, la hacemos mala, cuando por su cumplimiento nos hacemos la ilusión de que es eso lo que nos salva, es decir, que nos salvamos a nosotros mismos por creer que somos buenos, o hasta porque lo seamos.
Cuando vivimos bajo el imperativo de la Ley religiosa, normalmente nos hacemos duros con nosotros mismos, con los demás y hasta con Dios, sobre el que proyectamos nuestro modo poco misericordioso de juzgar.
Cuando vivimos de la gracia, tenemos que reconocer nuestro pecado, que no estamos a la altura del don que hemos recibido, pero ya hemos sido salvados y que somos sostenidos por Dios. Es cuando experimentamos que sólo el amor salva.